Las normas de los forasteros

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OWEN



El campus está revolucionado. Los alumnos recorriendo los pasillos de arriba abajo sin rumbo fijo y los maestros corriendo estresados hacia el aula de profesores parecen estar efectuando una coreografía caótica. Se forman corrillos de debate y cotilleo, pero en realidad nadie sabe lo que está ocurriendo. Todo son suposiciones. Y a juzgar por las caras de enfado de los profesores, ellos tampoco lo tienen muy claro.

Después de estar dando vueltas por la facultad como un idiota, salgo a las escaleras principales para hacerme un cigarro. No me interesan los cotilleos, sobre todo si no tienen fundamento. He escuchado decir que el techo de algunas aulas se ha desplomado; otros afirman que anoche entraron a robar material, y hay quien dice que durante la noche explotaron los compuestos químicos de los laboratorios. Sea lo que sea, las clases llevan media hora de retraso. Para mí es todo un alivio porque así tengo tiempo para terminar de despertarme del todo. Anoche dormí del tirón, pero tuve un sueño intranquilo que no logro recordar y que me ha dejado exhausto por la mañana. Además, resulta que el sofá no es tan cómodo cuando te pasas cinco horas con el cuello doblado. En resumen: estoy hecho una mierda. Si llego a tener clase a primera hora, lo más probable es que me hubiera quedado dormido con la cabeza enterrada entre los brazos.

—Mala noche, ¿eh?

Estoy tan abstraído que ni siquiera me he dado cuenta de la aparición de Janette.

—¿Qué?

Sus ojos grandes y expresivos me miran con diversión. Se saca el pelo castaño de debajo de la enorme bufanda que le enrolla el cuello y me señala.

—Las gafas de sol.

—¿Qué pasa con ellas? —pregunto, sonriendo.

Janette fue difícil de conocer, y tal vez por eso cuadramos tan bien desde el principio. Ambos somos difíciles de tratar, aunque cada uno por razones distintas: ella es tímida cuando no tiene confianza, y yo suelo ofender sin proponérmelo.

—Hoy en día, la mayoría de jóvenes lleva gafas de sol por dos motivos: o han pasado mala noche (alcohol, insomnio, lo que quieras) o les ha picado un mosquito en el ojo y lo tienen tan hinchado como un huevo. Y no es época de mosquitos.

—¿En tu lista no entran los tipos malos y sexys como yo que necesitan llevar gafas de sol?

Las mejillas de Janette se vuelven rojas e incandescentes. A veces me fascina lo rápido que se sonroja.

—Lo de sexy tiene un pase, pero siento decirte que si tu objetivo en la vida es ser un James Dean, sólo te pareces un poquito.

—Con un poquito —digo, imitando su voz fina— me basta.

Se apoya conmigo en la barandilla y observamos el vaivén de alumnos.

—Tiene gracia que esto pase a mediados de curso —resopla Janette—. Como si tuviéramos tiempo de sobra para ir desperdiciándolo.

—¿Sabes si es igual en todas las facultades? ¿O sólo en la nuestra?

Janette se encoge de hombros.

Estoy a punto de sacar el móvil para preguntarle a Lance cuando un tío atraviesa frenéticamente las puertas de entrada. Lleva el pelo mejor peinado que he visto en mi vida. Es esa clase de estilo casual y desenfadado más falso que un perro verde, porque en el fondo sabes que ha estado media hora delante del espejo para que cada punta esté en su sitio.

Rick otea el horizonte cual suricato en la sabana hasta que nos ve.

—Scott, Sánchez, ¡adentro! Van a dar una charla en el salón de actos.

Cuatro GeneracionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora