Confiar de lo desconocido

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Tengo la mayoría de dedos rotos. Algunos terminan de rompérmelos en el hospital porque, de lo contrario, sanarían mal. Cuando me limpian la sangre, el destrozo se hace visible en todo su espanto y solo entonces me doy cuenta de que los huesos habían rasgado la piel y sobresalían como icebergs. El doctor dice que no tendré la misma movilidad de antes, que perderé destreza y nunca podré recuperarla incluso haciendo rehabilitación. Sin embargo, apenas reacciono a su diagnóstico. La adrenalina todavía llamea en mis venas. Además, estoy demasiado preocupada de ver pasar a papá, de que alguien le haya avisado. Pero no aparece, y doy gracias de que trabaje en el lado opuesto del hospital; aún no estoy preparada para darles la noticia.

El tiempo que tardan en enyesarme la mano me permite regresar a un estado metal saludable. Llega un momento en que dejo de responder a la conversación que los enfermeros me ofrecen con toda su buena voluntad. Durante gran parte del tiempo permanezco con los ojos cerrados, escuchando mi propia respiración desde dentro. El humor no ha vuelto a aparecer, lo único que queda por tranquilizar es mi alma. Cuando me dan permiso para marcharme, les pido si puedo quedarme unos minutos más. Ahora más que nunca estoy sedienta de paz, sobre todo sabiendo lo que me espera al traspasar la puerta.

Una vez estoy lista, doy un salto de la camilla y recompongo mis defensas. Sólo ahora me había permitido bajarlas.

La sala de espera está abarrotada de gente inquieta, exhausta o aburrida. Echando una ojeada puedes incluso catalogar a qué grupo pertenece cada persona. Los que caminan de arriba abajo y los que salen a fumar cada diez minutos son los inquietos; los desmadejados sobre las sillas metálicas son los agotados, y los que están cabizbajos de cara al teléfono móvil los aburridos. Las salas de espera de los hospitales ponen a prueba la entereza del ser humano. No hay otro lugar en el mundo en el que la tragedia y la alegría coincidan en tan poco espacio.

Al primero que veo es a Lance, sentado con la cabeza entre las manos. No sé a cuál de los dos últimos grupos podría encasillarlo, pero el de Owen es evidente. A través de la cristalera lo veo fumando en el exterior, de espaldas al hospital. La tensión que pinza sus hombros me dice que sigue enfadado. De camino no ha pronunciado palabra, batallando en silencio con la ira y la confusión de no comprender lo que ha ocurrido. Pero su ceño permanecía fruncido y sus nudillos, blancos sobre el volante. Desde que nos ordenó subir al coche sus ojos se han escarchado de una cólera gélida. Y, por lo que parece, no ha querido ni esperar al lado de Lance.

Me siento junto a mi hermano clavándome la maldita roca en el trasero, la verdadera culpable de que hayamos acabado en urgencias. Aunque percibe mi presencia, Lance no se mueve. Intuyo que debe estar cociendo a fuego lento un enfado bestial, alimentando su odio. Pero no me siento culpable de nada; he hecho lo que tenía que hacer. Ya me lamentaré más tarde por mí misma y por mi mano.

—¿Has avisado a papá? —pregunto sin mirarle.

—No.

Bien.

—¿Y a mamá?

—Tampoco.

Suelto aire, aliviada. De momento, son dos problemas que no deseo. Mejor ir resolviéndolos poco a poco.

Al cabo de un tiempo incalculable, Lance suspira y apoya la espalda en el respaldo.

—No sé qué decir... No sé qué decirle.

Entiendo a quién se refiere y contengo con todas mis fuerzas el impulso de girarme y observar la cristalera.

—Pues no digas nada.

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