El mago de las palabras

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CONRAD


Conrad Zachary Sing llevaba días obsesionado con el número 2114. Al principio no quiso prestarle más atención de la debida, argumentando que no eran más que casualidades. Sin embargo, a cada día que pasaba, Conrad estaba más convencido de que las casualidades no existían. Toda su vida no había hecho otra cosa que engañarse.

Todos y cada uno de los balonazos que había recibido de niño en el recreo eran fruto de la casualidad; el repentino desnivel en los escalones del escenario que le provocó la caída y hospitalización el día de su graduación, un accidente fortuito; salir de las duchas de la universidad y encontrarse con que su ropa y su toalla habían desaparecido, la consecuencia de un alumno despistado que habría confundido su ropa con la de Conrad. Y así podría seguir durante los treinta y dos años de su vida. Sí, tardó en darse cuenta de que se engañaba a sí mismo. Aunque en el fondo siempre había sabido que nada de todo aquello era casualidad, era más fácil convencerse de ello antes que afrontar la desgarradora verdad. ¿Quién no preferiría pensar que la gente te quiere y que todo lo malo que te ocurre sucede por capricho del destino? Conrad se moría por pensar que lo tenía todo: unas notas de excelencia en los estudios y una vida social plena.

Pero darse cuenta de la realidad no fue tan desastroso como cabría esperar. Sí, Conrad sufrió una depresión durante el tiempo en que intentó aceptar el hecho de que siempre había sido despreciado por cuantos le rodeaban, de que siempre estuvo y estará solo. Sin embargo, le sirvió también para espabilarse. Se dio cuenta de que ignorando a aquellos que le habían tratado tan mal, olvidando el deseo de querer ser su amigo, ganaba confianza y amor por sí mismo. No necesitaba humillar ni responder con la misma moneda para sentirse mejor. Lo único que hacía falta era dejar de dar importancia a las personas tóxicas. Centrarse en su vida académica había sido un factor de gran ayuda. Cada sobresaliente y matrícula se convirtieron en el alimento que lo mantenían con vida. Estudiar quitaba tiempo que dedicar a experimentar la soledad en la que se ahogaba. Además, saberse inalcanzable en los estudios le henchía de orgullo: por fin era el mejor en algo.

En aquel tiempo, aprobar nunca era cuestión de casualidad; él mismo se lo había ganado. Y poco a poco todo dejó de ser casualidad, incluso el número 2114.

Para cuando salió del centro de investigación, tenía un incesante dolor agudo entre los ojos y un cansancio que iba a terminar con él. Se despidió del hombre de la centralita y condujo de vuelta a casa. Pese al sueño que acumulaba, no tenía prisa. Nadie lo esperaba, nadie le preguntaría qué es lo que había estado haciendo hasta horas tan altas de la madrugada. A menos que su gato, sus dos periquitos y su tortuga hubiesen aprendido a hablar, no habría nadie que le pidiese explicaciones.

Recorrió las calles mojadas por la humedad de Descom City con la radio apagada y la ventanilla bajada. Tras horas encerrado frente a un ordenador, agradecía sentir aire fresco cortándole las mejillas. Estaba claro que teniendo ocupada media jornada con el trabajo de profesor en la universidad, sólo le quedaban las horas de la noche para dedicarse a su pasión: investigar acerca de los códigos de comunicación de todas las culturas, extintas y todavía vivas. Pero aún así, seguía siendo decisión suya haber elegido terminar cada día como si le hubiera pasado un tractor por encima. Conrad Zachary estaba dispuesto a hacer ese sacrificio en pro del conocimiento. Y no había resultado nada sencillo encontrar la fortaleza necesaria. Sus propios colegas de profesión habían dudado de él y de su tema. «Es de locos, Sing. Acabarás desquiciado», le decían algunos. Otros se mostraban más rotundos: «¿Llevar a cabo un estudio completo y exhaustivo de todas las lenguas vivas, muertas e inventadas? Imposible para una sola persona. ¿Relacionar, además, cada lengua con su cultura y contexto, señalando las transformaciones del habla y la escritura? Ni en un millón de años, Sing».

Pero ninguna de las funestas invitaciones consiguió que abandonara. Conrad sabía que era arriesgado, prácticamente imposible para alguien a quien le importase vivir la vida. Era una suerte, por tanto, que a Conrad sólo le interesase el estudio. Ya ni siquiera hacía un parón para comer, sino que se llevaba las bandejas de comida precocinada al despacho, y sobre montones de libros se alimentaba. A veces él mismo se reía al darse cuenta de que iba a convertirse en un experto en la comunicación sin comunicarse con casi ningún ser humano.

Tilde, su gato, lo saludó restregándose entre sus pies nada más entrar. Encendió las luces mínimas y necesarias —que ni siquiera poseían lámpara, sino sólo la bombilla al desnudo— y cambió la arena del gato, el agua de los periquitos y dio de comer a la tortuga. La misma rutina de siempre. Cogió la pila de correo que había dejado en el mueble de la entrada esa mañana y se sentó a revisar el correo. Facturas, facturas, una carta del presidente de la comunidad recordándole "amablemente" que no había asistido a ninguna de las juntas vecinales, facturas y... Cuando llegó al último sobre, le dio varias vueltas en las manos. No tenía remitente, sólo figuraba su dirección. Con un nudo de sospecha en el estómago lo rasgó. En el interior había una hoja y, escrita en una letra desconocida y temblorosa, una frase:

2114. Sálvalos.

El timbre lo sobresaltó. Tilde, que reposaba sobre sus rodillas, bajó de un salto con el pelaje erizado. ¿Quién llamaba a las cinco de la madrugada? Conrad estaba acostumbrado a las bromas pesadas, pero ante todo tenía educación, así que se levantó y fue a abrir la puerta.

—¿Conrad Zachary Sing?

Ahí, al otro lado del umbral, había una mujer y un hombre con semblante serio. Lo taladraban con la mirada, como si aunque él no hubiese sido a quien buscaban, le estuvieran obligando a confesarlo.

—Sí —respondió, vacilante.

—¿Es usted el lingüista de la universidad de Descom City? —insistió la mujer.

Conrad oteó tras los recién llegados, esperando ver una cara conocida que estuviera grabando el momento con el teléfono móvil para reírse de él después. Pero no había nadie.

—Sí —volvió a decir.

Entonces el hombre asintió con la cabeza y pronunció las palabras más extrañas que Conrad hubiera podido imaginar:

—Necesitamos su ayuda. 

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