La luz de la luna entraba por los ventanales laterales y se bañaba en las calmadas aguas de la piscina, derramándose también sobre las baldosas y los azulejos del suelo y las paredes.
De reojo, la japonesa vio como su amiga se desnudaba sin pudor alguno, ignorando las evidentes miradas de deseo de los chicos que no tardaron en despojarse del uniforme. Ella, sin embargo, no hizo ademán alguno de quitarse la ropa. Por la mañana, aun sabiendo a dónde irían tras acabar las clases, había sido demasiado tímida para ponerse el bañador y dejar que la vieran semi desnuda. Ahora, observando desde la orilla como los otros tres nadaban y se salpicaban, riendo ebrios de felicidad por haber tenido éxito en su plan de asalto y con el alcohol circulando por sus venas, una punzada de envidia le hizo fruncir el ceño.
Sus carcajadas resonaban con un eco amplificado, de resonancias siniestras, inquietantes, y la japonesa no pudo evitar preguntarse que sucedería si alguien los oía. ¿Cómo decirles que bajaran la voz cuando sus amigos se encontraban en un mundo de alegría etílica del que ella había sido excluida?
Optó por sentarse en el suelo, apoyando la espalda en los fríos azulejos de la pared, al lado del montículo de ropa desordenada que habían dejado abandonado. Rechazó la invitación que le hicieron a que se bañara, ¡con ropa incluso!, e inconscientemente se puso a jugar con la azulada y cálida piedra que llevaba colgada al cuello, oculta y protegida entre sus pechos. La sacó de debajo de la camisa y la observó sorprendida porque el pedazo de roca estéril emitía un tenue brillo como si de repente hubiera vuelto a la vida.
Aquella alhaja, a la que se había aferrado en los momentos en los que tenía más miedo con la férrea creencia de que le daba suerte desde que su abuela se la diera cuando tenía cinco años, jamás había mostrado aquel comportamiento tan inusual.
La imagen ralentizada de una anciana mujer de pelo blanco níveo, rostro surcado por la arrugas, cicatrices de las guerras a las que había sobrevivido, y ojos de mirada perdida pero perfectamente cuerda, invadió su mente. Recordó, con la claridad que deja en la memoria un suceso importante, la mano artrítica de piel transparente bajo la que se podían apreciar los ríos verde azulados que la recorrían y como esta dejaba en su propia mano, sana y joven, el colgante del que desde entonces no se había separado. Sus largos dedos la envolvieron a la vez que los ojos de su abuela se cerraban para siempre.
Una voz y una botella abierta frente a ella la distrajeron de sus reflexiones, obligándola a alzar la vista mientras cerraba el puño con un veloz e imperceptible movimiento. No había escuchado lo que le había dicho el chico, que se sentó a su lado contra la pared, y no le pidió que se lo repitiera. Le sonrió y tomó la botella guardando el collar. Ninguno de los dos volvió a decir nada. Contemplaban la morbosa escena que se desarrollaba en las escaleras de la piscina.
Durante el momento en el que ella estaba rememorando el pasado, la pelirroja y el otro chico, cansados de jugar, se habían enzarzado en una conversación que había acabado, sin saber como, por aproximar sus cuerpos y posteriormente sus rostros hasta fundirlos en un beso espontáneo. A este le había seguido otro más consciente y ardiente, y una sesión de toqueteo submarino. Como si ambos hubieran olvidado que no estaban solos se entregaron con pasión a algo que únicamente podía acabar de una manera y que ofrecía a los que observaban el desarrollo de una mala película pornográfica en directo.
Cuando la mano del chico trepó por los muslos de su amiga y se introdujo bajo el bikini que cubría su entrepierna, cual araña que regresa a la cueva que es su hogar, la japonesa no pudo soportar más el espectáculo y volvió la cabeza... Solo para descubrir el rostro del otro chico a pocos centímetros del suyo con los labios fruncidos a la espera de un beso que no recibiría. Retrocedió de espaldas como un cangrejo, alejándose de él, que al no sentir el inmediato contacto de otros labios con los suyos, abrió los ojos preguntándose qué pasaba.
La japonesa no había estado en una situación tan incómoda en toda su vida y no sabía cómo reaccionar; él no dijo nada con el cerebro embotado por el alcohol. Los dos se quedaron mirándose embobados, como dos estúpidos, hasta que unas sombras antropomorfas los cubrieron.