Había imaginado cientos de monstruos, a cada cual mas terrorífico, mientras aullaba pidiendo ayuda y aporreaba la puerta. No obstante, ninguno se parecía al que tenía enfrente. Y es que no había un monstruo en absoluto. Solo una niña a un paso de ella.
Tendría seis o siete años y sus ojos negros la miraban inocentes como preguntándola a que venía tanto alboroto. Tenía el cabello peinado en dos trenzas que le caían sobre los hombros. En una mano llevaba una piruleta a medio comer que le ofreció, alargándosela. Maya negó con la cabeza, demasiado aturdida para responder. ¿Qué hacía aquella niña, sola, en mitad del bosque? ¿Se habría perdido como ella?
La misteriosa niña paseó la mirada a derecha e izquierda y luego volvió a centrarse en Maya. Los ojos de las dos conectaron. Los de la niña absolutamente negros, opacos como un par de profundos pozos, y los de ella de un marrón común.
Sin dejar de contemplarse mutuamente, la mano de la niña se llevó la piruleta a la boca. Esta se abrió, de un tamaño desproporcionadamente grande para su cabeza. El caramelo desapareció con un chasquido. Con la vista clavada en ella, Maya observó como esta se relamía y como el labio inferior se le separaba del superior, más que antes incluso, en un profundo tajo que le llegaba hasta las orejas. La fila de dientes rectos y blancos brillaban a la luz del farol. Cerró la boca con un movimiento rápido y seco, haciéndolos chocar entre sí. Luego se colocó a cuatro patas y chasqueó de nuevo la boca amenazadoramente. Se estaba preparando para saltar sobre Maya y ella se había quedado inoportunamente bloqueada por el horror. Aquella cosa semejante a una niña se la iba a comer. Se la iba a comer, a triturarla con aquellos dientes... Esas palabras rebotaban en su mente, paralizándola, creando un eco infinito de pánico. Iba a morir, iba a morir. Aquella enorme mandíbula en un cuerpo infantil la iba a destrozar...
Imágenes de lo que aquella bocaza le haría pasaban por su cerebro y no podía apartar la mirada de los ojos negros, hipnóticos, antinaturalmente oscuros y tranquilos.
La niña no movía mas que la boca, abriéndola y cerrándola como poniendo a prueba su funcionamiento. Al final, satisfecha, emitió un gruñido y se agazapó. Parecía un felino a punto de atacar, una gatita. Una gatita con la rabia, con unas potentes fauces y sedienta de sangre. Y Maya no podía moverse, no podía ni cerrar los ojos...
Flexionando las rodillas, la niña saltó. Fue un salto alto y directo al cuello que enorgullecería a la mejor de las leonas. Al mismo tiempo, la puerta a espaldas de Maya cedió y esta cayó hacia atrás en los brazos de una sombra. Sintió la calidez de un cuerpo que la sujetaba y escuchó el impacto de la niña-monstruo contra la puerta cuando esta se cerró tan rápido como se había abierto. A continuación la depositaron con la mínima delicadeza en el suelo y su misterioso héroe abrió por segunda vez la entrada a la ciudad a aquella criatura de aspecto infantil.
Sin embargo, cuando la puerta quedó abierta de par en par, al otro lado no había nada, solo un campo de hierba vacío y más allá, el denso bosque. La esperanza de que la niña se hubiera marchado parpadeó por unos instantes en el pecho de Maya pero una vocecilla en su interior decía que aquel ser seguía por allí. Y la persona que la había rescatado compartía su opinión pues, llevándose la mano a la espalda, desenvainó una hoz de empuñadura larga cuya hoja curva centelleó plateada, trazando un arco hasta el suelo. La misteriosa figura, con la apariencia de la muerte, dio un paso al frente y aguardó a que algo se moviera, a que algo saliera de entre los árboles para atravesarlo con su hoz pero todo seguía tranquilo. Con otro paso, estuvo fuera del muro.
Maya, sentada en el suelo, podía apreciar con claridad como cada musculo del extraño, bajo el abrigo negro que llevaba, estaba tenso, expectante, preparado para el combate.
Y, de repente, el farol se apagó y la luz de la luna se convirtió en insuficiente, como si un velo la hubiera cubierto. Al mismo tiempo, la puerta se cerró de un portazo, el golpe resonando entre las paredes caídas de los edificios y la penumbra que se ocultaba tras ellos, y envolvía a Maya. Volvía a estar sola.