—¡Escóndanse! —gritó Carlos en pánico.
Estaban conscientes que la manera más efectiva de sobrevivir a un tiroteo como en el que se encontraban, era abandonar el lugar y tratar de llegar cuanto más lejos pudieran; pero en este caso, no era siquiera una opción a considerar. Fueran a donde fueran estarían inseguros, pues el riesgo era el mismo: por primera vez eran los blancos.
Carlos ayudó a su mascota a entrar por una ventana de una vivienda, seguido de él, haciendo el menos ruido posible e implorando que no hubiera nadie dentro.
—Aquí estaremos a salvo, Chico —lo aquietó.
—Hmm —se quejó el perrito. Era capaz de hablar, pero no era un buen momento para hacerlo.
Gracias al destino o al que el hogar se veía tan viejo, en efecto estaba desolado. Si él no hacía ningún ruido y su mascota se mantenía en silencio, era el escondite perfecto. Sin embargo, su ritmo cardiaco seguía tan acelerado que en el sosegado ambiente era capaz de escucharlo. Temía por sus amigos, a quienes había perdido en cuanto se echaron a correr.
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Jay y Lonnie, quienes huyeron juntos, corrieron con la misma suerte. Por dentro ella sentía que estaba a punto de desfallecer en cada paso que daba por la conmoción que todo este asunto había desencadenado, pero si algo había aprendido de su madre y su educación cuando era niña, es que nunca debía dejarse ganar por el miedo.Si lograba contenerse al margen, lo más seguro es que sus compañeros también lo hicieran: quería ser una ayuda, no una carga.
Jay se había tomado el tiempo de conocerla mejor las últimas semanas, tanto que sabía que en el fondo esa fortaleza no era del todo cierta. Le tomó la mano llevándola junto con él a uno de sus sitios favoritos cuando jugaba al escondite de niño. La dejó cruzar primero una reja de barrotes fierro, seguida por él mismo, ocultándose tras unos barriles con desperdicios del mercadillo.
—Aquí no nos verán —la tranquilizó Jay, mirándola a los ojos.
—¿Qué pasa con los demás?
—Saben cómo cuidarse. Te lo aseguro —la reconfortó posando una mano sobre su hombro.
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A la hija de la Reina Malvada no le había sido tan complicado encontrar un escondite. A los pocos metros, se topó con un abandonado puesto de mercancía. Se refugió tras uno de los cajones de desgastada madera y se sentó contra ellos, escondiendo la cabeza en sus piernas, convenciéndose a sí misma que todo estaba en orden. 5 segundos después, comenzó a llorar en silencio. Su primera condición en regresar a la isla fue que no la dejaran sola en ningún momento, pero esta vez ella se había separado por su parte. Era una de las personas más fuertes del grupo, a quien no le gustaba que la vieran en sus momentos de debilidad, pero no lo pudo evitar: sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia e ira. Tenía miedo, sus piernas temblaban y su pulso no estaba al ritmo que se solía mantenerse. No quería marcharse de nuevo a Auradon con la noticia que alguien no había logrado regresar.
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—¡Rápido Ben, de prisa! —ordenó Mal tomando a Ben de la mano, tratando de dirigir a ambos a un lugar seguro. Él la siguió, sintiéndose inútil y como un novato en el asunto de la supervivencia—. ¡Aquí, rápido! ¿Qué estás esperando? ¡Entra! —ordenó aterrada mientras entraba a una cavidad entre dos paredes mal colocadas, escuchando los pisoteos de todas las personas que se acercaban.
—Mal, sólo cabe una persona, quédate ahí.
—¿Qué? —cuestionó Mal, alterada—¡Ben, cabes perfectamente aquí!
—No, Mal —se contrapuso tragando saliva, decidido—. Nos verían. Encontraré otro lugar.
—Entonces voy contigo —insistió.
—¡No! —la detuvo, negando con la cabeza—. Prométeme que te quedarás aquí. En silencio.
—Pero...
—Pase lo que pase —interrumpió a Mal con voz temblorosa, tomándola de los hombros—. Prométemelo. Si te pasa algo, nunca me perdonaría si supiera que fue mi culpa. Mejor a mí que a ti.
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«No te atrevas a cerrar los ojos» | Descendientes
أدب الهواةUna tragedia ocurre gracias al resentimiento de los habitantes de la Isla de los Perdidos, amenazando con arrebatarle la vida a uno de los chicos.