Una tarde en clase, cuando tenía ocho años, nos pidieron que escribiéramos sobre lo que queríamos ser cuando fuésemos mayores.
La señorita Box se paseó por la sala y nos pidió a cada uno que nos levantáramos y compartiésemos lo que habíamos escrito. Zachary
Olsen quería jugar en la Primera División de fútbol. Lexi Taylor quería ser actriz. Harry Beaumont tenía planes de ser primer ministro.
Simon Allen tenía tantas ganas de ser Harry Potter que el anterior trimestre se había dibujado un rayo en la frente con un par de tijeras
de manualidades.
Pero yo no quería ser ninguna de estas cosas.
Esto es lo que escribí:
Yo quiero ser una niña✴✴✴Capítulo 2✴✴✴
Los invitados a mi fiesta están cantando el Cumpleaños feliz. No suena muy bien.
Mi hermana pequeña, Livvy, apenas canta. Con solo once años ya ha decidido que las fiestas de cumpleaños familiares son
trágicamente vergonzosas, y deja que mamá y papá continúen con el resto de la canción. La aguda voz soprano de mamá choca con el
desafinado bajo de papá. Suena tan mal que Phil, nuestro perro, sale de su cesta y se escabulle a mitad de la actuación algo asqueado.
No lo culpo; todo es algo deprimente. Hasta los globos azules que mi padre ha estado hinchando toda la mañana se ven pálidos y tristes,
especialmente los que tienen escrito con rotulador negro: «¡Hoy catorce años!». Ni siquiera estoy seguro de que todo este espectáculo
que se está desarrollando delante de mí pueda clasificarse como una fiesta.
—¡Pide un deseo! —me dice mi madre.
Tiene la tarta inclinada para que no me dé cuenta de que está algo torcida. Pone «¡Feliz cumpleaños David!» en letras de glaseadorojo como la sangre. El «años» de «cumpleaños» está muy apretujado;seguramente se quedó sin espacio. Catorce velitas azules forman
un círculo alrededor del borde de la tarta y gotean cera encima de la cobertura de crema.
—¡Date prisa! —me dice Livvy.
Pero no dejaré que me den prisa. Quiero hacer esta parte como toca. Me inclino hacia delante, me coloco el pelo detrás de las orejas
y cierro los ojos. Intento bloquear los chillidos de Livvy y las lisonjas de mi madre e ignorar a papá, que no deja de trastear con los ajustes
de la cámara, y de repente todos los sonidos parecen amortiguados y lejanos, como cuando sumerges la cabeza debajo del agua en la
bañera.
Espero unos segundos antes de abrir los ojos y soplar todas las velas de un tirón. Todos aplauden. Mi padre abre un lanzador de
confeti manual, pero ni siquiera se dispara, y cuando saca otro del paquete, mamá ha abierto las cortinas y ha comenzado a quitar las
velas de la tarta, y el momento ya ha pasado.
—¿Cuál ha sido tu deseo? ¡Me apuesto lo que quieras a que ha sido algo estúpido! —exclama Livvy de manera acusadora,
enroscándose uno de sus rizos castaños con el dedo corazón.
—No te lo puede decir, tontita, o no se cumplirá —dice mamá, llevándose la tarta a la cocina para cortarla.
—Sí —corroboro yo, sacándole la lengua a Livvy.
Ella enseguida me saca la lengua a mí.
—¿Dónde están tus dos amigos? —me pregunta, poniendo énfasis en la palabra «dos».
—Ya te lo he dicho: Felix está en Florida y Essie en el balneario Leamington.
—Qué lástima —dice Livvy con cero simpatía—. Papá, ¿cuánta gente vino cuando celebré mis once años?
—Cuarenta y cinco. Todos con patines. Una absoluta carnicería —balbucea papá con tono serio, a la vez que saca la tarjeta de
memoria de la cámara y la introduce en la ranura de su portátil.
En la primera foto que aparece en la pantalla salgo yo, sentado a la cabecera de la mesa con una chapa enorme que dice
«Cumpleañero» y un gorro puntiagudo de cartulina. Tengo los ojos semicerrados y la frente me brilla.
—Papá —gimo—. ¿Tienes que hacer eso ahora?
—Solo corrijo los ojos rojos antes de enviárselas por correo electrónico a tu abuela —dice, haciendo clic con el ratón—. Está
destrozada por no haber podido venir.
Eso no es verdad. La abuela juega al bridge todos los miércoles por la tarde y no se lo pierde por nadie, y menos por el nieto que
menos le gusta. Livvy es su favorita. Pero bien pensado, Livvy es la favorita de todos. Mi madre también había invitado a la tía Jane y al
tío Trevor, y a mis primos Keira y Alfie. Pero esta mañana Alfie despertó con unas manchas raras por todo el pecho que podrían ser de
varicela, así que tuvieron que disculparse, dejándonos a los cuatro solos para la «celebración».
Mamá regresa alsalón con la tarta cortada en porciones, y la pone sobre la mesa.
—Mirad todas estas sobras —dice, frunciendo el ceño mientras inspecciona los montones de comida que hemos picoteado—. Vamos
a tener suficientes hojaldres de salchicha y pasteles hasta Navidad. Solo espero tener suficiente film transparente para envolverlo todo.
Genial. Una nevera llena de comida para recordarme lo increíblemente impopular que soy.
Tras la tarta y la acción intensiva de envolver todo en papel film, vienen los regalos.
De mamá y papá recibo una nueva mochila para el instituto, el set de DVD de la serie completa de «Gossip Girl» y un cheque regalo
de 130 euros. Livvy me regala una caja de bombones Cadbury y una funda de color rojo brillante para mi iPhone.
Luego todos nos sentamos en el sofá a ver una película llamada Ponte en mi lugar. Trata de una madre y una hija que comen una
galleta de la fortuna encantada y, entonces, intercambian sus cuerpos durante un día. Por supuesto que todo el mundo aprende una
valiosa lección antes del inevitable final feliz, y por centésima vez este verano lamento mi incapacidad vital para seguir el argumento de
una simpática película para adolescentes. Papá se queda dormido hacia la mitad de la película y se pone a roncar con ganas.
Esa noche no puedo dormir. Estoy despierto tanto tiempo que mis ojos se acostumbran a la oscuridad y puedo distinguir los bordes de
los pósteres en las paredes y la pequeña sombra de un mosquito volando de aquí para allá por el techo.
Tengo catorce años y se me está acabando el tiempo.