—¿Qué estás haciendo, Leo?
Me vuelvo. Tia está en la puerta del cuarto de baño, con su pijama de Hello Kitty, que no se ha quitado en todo el día.
Es sábado por la noche. La fiesta de Becky comienza dentro de poco más de dos horas.
—¿Qué te parece que estoy haciendo? Me estoy arreglando el pelo.
—Pero si tú nunca te arreglas el pelo.
La ignoro y saco un poco de gel fijador de un bote de Spike. Lo huelo antes de untar un poco con el dedo y ponérmelo.
Tia se sienta en el borde de la bañera, los dedos de los pies no le llegan al suelo.
—¿Adónde vas?
—A una fiesta.
—¿Puedo ir?
—No.
—¿Por qué?
—Porque es una fiesta para adultos.
—Pero tú no eres un adulto. Solo tienes quince años.
—Vale, entonces es una fiesta para adolescentes, solo para adolescentes.
—Ah. ¿Jugarán al juego de las sillas?
—No.
—¿Habrá helado y patatas fritas?
—Lo dudo.
—¿Cómo puede haber una fiesta sin helado y patatas fritas?
La ignoro. El pringue de Spike ha hecho que la parte delantera de mi pelo se vea grasienta. Meto la cabeza debajo del grifo e intento quitármelo con agua.
—¿Leo? —dice Tia, tirándome de la manga.
—¿Qué? —grito por encima del grifo abierto.
—Si resulta que hay helado y patatas fritas, ¿me guardarás un poco y me lo traerás?
Cierro el grifo y me pongo recto, el agua me cae por la frente y miro su carita esperanzada.
—Por supuesto.
Cuando salgo del cuarto de baño me topo con mamá en el descansillo. Acaba de llegar de la lavandería y se la ve colorada y cansada.
—¿Qué te pasa? —pregunta con tono acusador.
—¿Qué quieres decir? —replico.
—Estás tan alegre... —dice, entrecerrando los ojos, como si estar alegre fuera el mayor pecado entre todos los pecados.
—No sé lo que quieres decir —respondo pasando rápidamente por su lado.
Sin embargo, tiene razón, he estado de buen humor toda la semana. Las cosas que normalmente me molestan —que Amber use toda el agua caliente por la mañana,
que Tia deje su bol de cereales en el fregadero, que Spike cante, casi todo lo que mamá hace— me resbalan.
Cuando me pongo la capucha de la sudadera y me miro en el espejo por última vez, esa vocecita familiar aparece en mi cabeza, alertándome de que no me deje
llevar. La ignoro. Porque Alicia es diferente, estoy convencido. No es como las chicas del colegio de Cloverdale, que se han vuelto amargadas y malvadas por las cosas
que han visto. No, Alicia es dulce y me da esperanzas. Y hoy voy a poder pasar toda una noche con ella.
La casa de Alicia está a cierta distancia del camino principal detrás de un par de rejas enormes. Es grande y simétrica, con una puerta de entrada el doble de grande
que la nuestra, y tiene un montón de ventanas. Mientras avanzo por el camino para los coches parece crecer aún más, por encima de mí. Me acerco para tocar el timbre
y me doy cuenta de que mi mano está temblando un poco. La sacudo con fuerza. Ahora no es el momento para tener nervios. Esta noche es para estar en calma,
tranquilo, duro.
Un hombre alto y negro, que supongo que es el padre de Alicia, abre la puerta. Su piel es brillante y suave y sus dientes son resplandecientes y blancos, como los
de Alicia. Al igual que la casa, se erige como una torre frente a mí.
—¿Puedo ayudarte? —pregunta, con una voz grave y aterciopelada.
Me aclaro la garganta, pero mi voz suena rara de todas formas.
—Vengo a buscar a Alicia.
—Lo siento, joven, pero debe de ser un error, mi hija tiene prohibido salir con chicos hasta que cumpla por lo menos veintiún años. Por favor, váyase —dice,
ordenándome que me retire y haciendo un amago de cerrar la puerta.
—Ah, vale, perdón —tartamudeo, confundido.
—¡Papá! —chilla Alicia.
Miro por encima del hombro de su padre y ahí está ella, de pie en la escalera detrás de él, con las manos en las caderas, con unos vaqueros azul oscuro y un top
dorado.
—No te creas ni una palabra —dice en voz alta.
Su padre esboza una amplia sonrisa.
—¡Solo estoy bromeando, Leo! —se ríe y me da un golpe en el brazo—. ¡Entra, entra!
Me acompañan al recibidor. Es enorme. En casa ni siquiera tenemos un recibidor de verdad, solo un espacio al pie de la escalera que siempre está lleno de zapatos y
de cartas sin abrir. Pero el de Alicia es tan grande como nuestro salón, o más. Me limpio bien los zapatos en el felpudo, no quiero ensuciar la alfombra de color crema.
La madre de Alicia aparece desde la cocina, con un delantal a rayas. Parece una madre de un anuncio televisivo, toda resplandeciente y perfecta. Me coge por los
hombros y me besa en ambas mejillas, y me dice lo agradable que es conocerme.
Me sorprende que los padres de Alicia sepan mi nombre, lo que significa que Alicia debe haberles hablado de mí por lo menos un poco.
—Leo, perdona a mis padres, qué vergüenza dan. Se piensan que son graciosísimos, pero se equivocan —se disculpa Alicia a la vez que se pone el abrigo y me
acompaña hacia la puerta.
—En casa a medianoche, por favor —dice su padre, dándole golpecitos a su reloj.
—Sí, papá —responde Alicia, poniendo los ojos en blanco.
Con todos los nervios no he tenido la oportunidad de mirarla bien, solo ahora, de pie en la escalera de la puerta mientras ella se pone una larga bufanda rosa en el
cuello, puedo hacerlo. Lleva el pelo recogido en un moño con algunos rizos sueltos que enmarcan su cara, y se ha maquillado. Está increíble.