Mientras me dirijo a la parte trasera del piso superior del autobús, reproduzco mentalmente la conversación con David. Es todo tan jodido... Este chico, Harry, se
va de rositas continuamente cuando molesta a todos estos chavales, y a mí me caen cuatro semanas de castigo y un período de prueba; todo mi futuro en el colegio Eden
Park está en peligro, solo porque yo lo desafié. Siento rabia solo de pensarlo. Me gustaría saber dónde vive Harry para pegarle otra vez, solo que ahora lo haría con más
fuerza. Una sensación conocida burbujea en mi pecho como si fuera lava caliente. Recuerdo que una vez se lo describí a Jenny y ella escribió algo en su ficha, con el ceño
fruncido.
—Los volcanes son impredecibles, Leo, incontrolables —me comentó—. Entran en erupción. Necesitamos trabajar para que el que llevas dentro permanezca
inactivo o, por lo menos, tratar de que cause la menor destrucción posible.
Estoy tan inquieto que me bajo del autobús tres paradas antes para poder caminar el resto del camino y tranquilizarme.
Estoy cruzando el puente cuando pasa un coche y reacciono algo tarde. Es un Ford Fiesta machacado. Antes de que tenga la oportunidad de pensar, echo a correr
detrás de él, corro con tanta fuerza que creo que voy a explotar y a salpicar el pavimento con sangre y tripas. Por fin lo alcanzo en los semáforos, miro hacia su interior
mientras jadeo. La conductora es una señora hindú vestida con un sari de color rosa alegre. En la parte de atrás hay un par de niños. La señora no me ve, pero uno de sus
hijos presiona su rostro contra la ventana, aplastando la nariz contra el cristal a la vez que se pone bizco. Lo miro hasta que las luces cambian y se alejan con rapidez.
Fue una estupidez pensar que podría haber sido papá. Hace mucho tiempo que se marchó de aquí, lo sé. Es una corazonada.
A veces, si no puedo dormir por la noche o estoy aburrido en el autobús o en clase, imagino un universo paralelo en el que papá todavía existe. Me lleva a partidos
de fútbol, me ayuda con los deberes y me llama hijo, como si se sintiera superorgulloso de mí. También hace que mamá sea mucho más agradable; más joven, más
bonita, más feliz. La mamá del universo paralelo siempre se acuerda de comprar papel para el baño, los domingos cocina unas enormes cenas al horno y se ríe mucho.
Con la presencia de papá, nuestra casa no es una pocilga de cerdos. Está impecable y si algo se rompe, se repara o se reemplaza. Pero intento no pensar demasiado en
ello, no sirve para nada cuando de todos modos es una estúpida fantasía.
Cuando llego a casa, Spike y Tia están sentados en el canapé, viendo dibujos animados con las cortinas cerradas. El fregadero está repleto de platos sucios y
tazones y hay una mancha nueva con forma de riñón en la alfombra.
Por la casa cada vez aparecen más pertenencias de Spike: una tostadora oxidada en la cocina; un juego de pesas en el salón; un libro de citas «inspiradoras»
manoseado y hecho jirones apoyado detrás de los rollos de papel higiénico en el baño. Es como si su mierda estuviera mutando a diario.
—¡Leo! —chilla Tia, en cuanto me ve, corre hacia mí dando saltos, y me rodea la cintura con sus brazos delgados.
—¡Qué hay, chaval! —dice Spike.
Pongo los ojos en blanco y me gustaría que por una vez me llamara por mi nombre.
Tia sigue agarrada a mí, con la mejilla presionada contra mi vientre, sus pies encima de los míos.
—¿Bailas conmigo? —me suplica.
—No. Venga, déjame —digo.
Me suelta sin ganas, y hace un puchero con el labio inferior.
—¿Dónde está mamá? —le pregunto a Spike.
—Arriba. Se está preparando para ir a jugar al bingo con Kerry más tarde —me contesta.
—Sorpresa, sorpresa —mascullo entre dientes, mientras entro en la cocina y abro los armarios.
Como siempre, están vacíos salvo por una antigua lata de atún y medio paquete de galletas rancias. No me puedo acordar de cuándo fue la última vez que mamá
hizo una compra grande en el supermercado.
—Habrá un gran bote. Nunca se sabe, esta noche puede ser su noche de la suerte —dice Spike, frotándose las manos—. ¿Os imagináis eso, chicos? ¿Vuestra mamá
millonaria?
—¿Como Kim Kardashian? —pregunta Tia.
—Exactamente como Kim Kardashian —responde Spike.
Sacudo la cabeza. ¿A quién le está tomando el pelo? Abro la nevera. Algo apesta, no sé lo que es. La cierro otra vez.
—Estaba pensando... ¿os gustaría cenar patatas fritas y pescado esta noche? —pregunta Spike—. Yo invito.
Tia suelta un gran suspiro.
—¿En serio?
—Sí, ¿por qué no? ¿Leo?
Parte de mí quiere decir «no», solo para arruinarle la fiesta. Pero ya tengo el olor del pescado y las patatas en las fosas nasales y estoy prácticamente babeando.
—Como quieras —digo.
—Patatas y pescado, patatas y pescado —canta Tia, dando saltos encima del canapé.
—¿Y Amber? Apuesto a que también querrá —dice Spike.
—¿Está aquí? —pregunto.
Con un movimiento de la cabeza me indica que está arriba.
—Ya que subes, pregúntale a tu madre si quiere algo —grita mientras subo por la escalera algo cansado.
Choco con mamá en el descansillo. Tiene una toalla rosa alrededor del cuerpo y otra en el pelo, estilo turbante. Las dos están manchadas con los tintes que usa para
teñirse las raíces del pelo cada dos semanas. Su piel se ve cerosa y pálida sin su normal capa de maquillaje.
—Llegas tarde —dice, ajustándose la toalla debajo de las axilas. Sus brazos son flacuchos, como los de un pájaro.
—Como si te importara —contesto.
—Eh, te he oído —espeta.
—Quería que lo hicieras —murmuro, intentando pasar por su lado.
Me agarra de la manga y me tira hacia atrás para que quedemos cara a cara. Mido solo unos centímetros más que ella, pero como es tan delgada parece que yo sea
mucho más alto.
—Te lo he dicho una vez y te lo repetiré otra vez más —dice, acercándose más hasta que puedo oler su aliento: pasta de dientes y tabaco—. Solo porque ahora vas
a ese colegio pijo, no significa que seas mejor que nosotros, ¿vale?
—¿Qué? ¿Así que hacer las cosas bien ahora es un crimen, es eso? —pregunto.
—Venga —dice—. Fanfarroneando otra vez. Cuanto antes termines los exámenes y comiences a ganar tu propio dinero para mantenerte, mejor.
—¿Qué, como tú?
Se le abre la boca, pero no dice nada. A mamá nunca le duran los trabajos mucho tiempo. Ha estado en la lavandería desde mayo; todo un récord para ella.
La mirada de mamá se detiene en mi blazer.
—De todos modos, ¿qué significa eso? —pregunta, indicando con el dedo la insignia bordada del bolsillo y frunciendo el ceño.
—Como si te importara.
—¿Qué? ¿Ahora ni siquiera le puedo hacer una pregunta a mi propio hijo?