100 grullas de papel.

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Cambió el peso de una pierna a la otra por tercera vez en menos de cinco minutos, nervioso, en el mismo sitio en el que lo había dejado la enfermera para ir a preguntarle al médico si podía verla hoy. Sus ojos se movieron ansiosos por las paredes blancas y las esquinas que destilaban soledad y locura. Daba igual cuántas veces visitara aquel lugar, el efecto negativo que tenía sobre él seguía siendo igual de imponente que el primer día. Lo que, en cierto modo, era sumamente irónico ya que pasaba por allí todos los días a la misma hora, sin faltar ni uno solo.

- Hola de nuevo, siento la tardanza - la enfermera de ojos café volvió hasta él y sonrió dulcemente, con condescendencia, resistió el impulso de chasquear la lengua asqueado. Odiaba aquella actitud, parecía que en cualquier momento iba a darle una mala noticia.- El médico dice que hoy ha permanecido estable - señaló un pasillo a su derecha, pasillo que él ya debía conocer de sobra.

- ¿Hoy...? - aventuró, pero calló. La enfermera le miró con curiosidad, pero Dylan se encogió de hombros y prefirió atravesar aquel pasillo.

Lo más raro de sus visitas al hospital eran las lagunas mentales que encontraba después en su mente, como si realmente nunca hubiera estado allí. Era incapaz de recordar una sola tarde en aquellas paredes blancas. Pero siempre lo había relacionado con el estrés de la situación.

Se detuvo delante de la habitación. Las puertas grises, sin ventanillas, tan pesadas que parecían estar hechas para resistir una bomba aumentaban el asco que sentía hacia aquel lugar. Más que enfermos, muchos parecían prisioneros. Prisioneros de las impolutas y claustrofóbicas paredes blancas. Posó la mano sobre el manillar conteniendo una arcada y tiró hacia abajo, la puerta se abrió. Unos ojos parecidos a los suyos, pero mucho más viejos y, extrañamente, lúcidos, lo miraron desde la cama.

- Hola, mamá.

- ¡Dylan! - exclamó la mujer que estaba sentada en la cama con un álbum de fotos en el regazo.- Cuánto tiempo sin verte, hijo.

Intentó ignorar la punzada de dolor que surcó la espalda hasta llegar al corazón y se mordió el labio para evitar replicar. Cuando llegaba y la encontraba lúcida el recibimiento siempre era el mismo, al principio había intentado explicarle que venía a verla todos los días, pero al ver que ella no recordaba nada porque esos recuerdos pertenecían a su enfermedad decidió que, si estaba en su mano, no sería quien causara los ataques de ansiedad de su madre.

Se acercó a la cama y dejó a un lado la maleta de la universidad dejándose caer sobre la hipócritamente llamada cómoda silla para visitas. Descansando la cara sobre la palma de su mano se detuvo para observar a la mujer más importante de su vida: su madre, en días como aquel, no parecía enferma, al menos no tan enferma como realmente estaba. No había perdido el porte elegante que la caracterizaba y su melena surcada de canas se encontraba hermosamente domaba en una trenza que le caía sobre un hombro, pero lo que más le recordaba a Dylan el estado de su madre eran las arrugas de su rostro. Más que vieja, la hacían parecer sabia.

- ¿Qué tal la universidad hoy? - preguntó, apartando a un lado el álbum de fotos.

Allí estaba de nuevo. Allí estaba la sonrisa cálida como el verano. Cuánto la había echado de menos. Intentó retener el recuerdo en sus retinas, sabía que no volvería a verla en mucho tiempo.

- ¿Dylan?

- Como todos los días, mamá. Aburrida - al ver el ceño fruncido de su madre, sonrió levemente.- Mira lo que me han regalado - sacó la grulla naranja de papel que llevaba desde aquel día siempre encima y se la mostró.

- Vaya... es preciosa, pero está un poco sucia... - la tomó con delicadeza.

- La pisé sin querer - explicó, sintiendo una pizca de emoción al poder contarle ese acontecimiento que se había convertido en algo importante, en algo extraño y nuevo en medio de su rutina.- El chico se enfadó tanto que me la dio.

- Pobre chico, Dylan, que...

Paró de hablar abruptamente. Dylan se sobresaltó, algo que le pareció increíble después de haber visto aquel cambio tantas veces. Los ojos de su madre se quedaron unos instantes vacíos, sin vida, mirando a la nada. Él aprovechó para coger la grulla y ponerla a salvo en su mochila. Sabía que, cuando ella, la enfermedad, volviera, podía ponerse violenta si la situación era demasiado incomprensible.

- Disculpa - subió la mirada ante la misma voz de antes, pero sin el amor y la calidez que desprendían cuando entró en la habitación hacía tan solo diez minutos.- ¿Quién eres?

Dylan contuvo un suspiro y sacó una de las grullas de papel que él mismo había hecho para dejarla en la mesa de noche y se levantó despacio, con calma para no sobresaltarla.

- Solo soy un celador del hospital, señora. Hoy me tocaba encargarme de usted, pero mi turno ya ha terminado - se acercó a la puerta.- Espero que tenga un buen día.

Cerró tras de sí. La misma enfermera de ojos cafés estaba fuera con otros pacientes y lo miró extrañada al verlo salir tan pronto. Entonces, Dylan notó que había leído la atmósfera cuando se acercó a él.

- ¿Ha vuelto? - Asintió.- La enfermedad está avanzado a pasos gigantescos, Dylan, deberíamos darle tratamiento.

Sintió una puñalada aún más fuerte que la anterior al escucharla. Ya lo sabía, ¿es que acaso pensaba que era estúpido? Pero, el día que se enteró de su enfermedad, su madre dejó claro que no quería recibir tratamiento. Siempre había sido estúpidamente católica y consideraba que aquella era la prueba de que Dios ya prescindía de ella en el mundo terrenal.

Soltó una maldición entre dientes al recordar con exactitud las palabras que le había dicho al médico, también recordó la cara de sorpresa del mismo, pero era incapaz de recordar cómo se había sentido él. Todo lo relacionado a la enfermedad de su madre era desplazado hasta un agujero negro que se hacía cada vez más y más grande en su cerebro. A veces, solo a veces, pensaba que él también estaba enfermo.

- Ha aguantado dos años cuando le dieron apenas unos meses de vida - replicó, volviendo a la realidad del golpe.- Es el camino que ella decidió cuando aún era ella misma.

- Ella sigue siendo tu madre, en todos los aspectos, Dylan, incluso cuando está enferma.

Abandonó el hospital, el desconcierto se había convertido en rabia por culpa de la enfermera. ¡NO! Aquella persona que había dejado en la habitación no era su madre. Su madre era pequeña, cálida como una tarde de verano, siempre tenía una sonrisa y un buen par de consejos para cuando las cosas se ponían difíciles... se llamaba Lisa. La persona de la habitación era fría, estaba vacía, carente de emoción y ni siquiera recordaba su propio nombre.

Pero ya sabía que eso podía pasar, se lo habían explicado. Tumor cerebral metastásico. Le habían explicado que se desarrollaba en otra parte del cuerpo, pero que afectaba al cerebro y por eso su madre había desarrollado alzhéimer.

Lo que más le aterraba es que Lisa pudiera desaparecer de un momento a otro para siempre sin que él pudiera hacer nada para anclarla a la cordura, sin poder hacer nada para despedirse de ella y quedarse con aquel cascarón vacío llamado enfermedad.

Ella no es mi madre.

El móvil en su bolsillo comenzó a vibrar. La alarma. Hora de ir a trabajar.

Mil grullas de papel #DylmasNewtmasAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora