5 - Un accidente y una catástrofe inesperada.

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Eran las 11 A.M cuando me despertaron los rayos de luz solar que se filtraban por debajo y por los costados de la cortina de la ventana. Di un amplio bostezo y estiré los brazos saludando al nuevo día; en tal movimiento se cayó al piso del micro el libro que había estado leyendo en la noche, así que me propuse a levantarlo, y cuando lo hice, me di cuenta que todos mis acompañantes estaban de lleno, con los ojos abiertos de par en par mirando a través de sus respectivas ventanas.

Ante tal escena, hice el mismo acto: después de levantar el libro corrí la cortina de mi ventanilla, pero de inmediato me vi cegado por la luz solar. Después de unos segundos mis ojos, por fin, se habitaron. Entonces, comprendí el escándalo de mis acompañantes de viaje.

Le propine unos cuantos codazos a mi amigo para que se despertara —que lo hizo a regañadientes–, y vimos juntos como se extendía por el horizonte la maravilla que teníamos en frente: grandes sierras colosales cubiertas de una vegetación de todos colores demostraba con orgullo la ilimitada cantidad de animales y plantas que conformaban tal ecosistema desbordante de vida; éstas parecían que descansaban sobre enormes masas de agua, en el cual la corriente se desplazaba lenta y majestuosamente alrededor de los  pescadores que a merced de sus propios botes tiraban su caña de pescar una y otra vez.

Algunos se retiraban con una buena cantidad de peces para darle lugar a otros que iban llegando. De esta manera, pude comprobar que no solo las sierras rebosaban de fertilidad, sino, que también sus ríos y arroyos contenían una multitud de vida, lo bastante para mantener con buena salud a las personas que alzaban sus hogares alrededor de estas.

El sol a lo alto parecía vigilar la grande extensión, las casas a los pies de las sierras eran sumamente hermosas, de un aspecto antiguo pero refulgente, y de repente envidiaba a las personas que habitaban esos majestuosos templos que se suspendían por encima del agua. Pero cuando disfrutaba plenamente de esa combinación de total armonía del hombre con la naturaleza, una sacudida me volvió a la realidad.

—¡Sos un idiota! —había exclamado mi acompañante—. No puedo creer que hayas traído ése libro.

Para mi sorpresa el libro que había traído era el mismísimo Necronomicón. Era obvio que el reproche de mi buen amigo era un tanto exagerado, pero igualmente, me limité a contestar:

—No sé como mierda apareció este libro —le dije con tranquilidad— .Sin darme cuenta se habrá mezclado con las cosas que llevo en la maleta. No es motivo para escandalizarse.

Mi respuesta ni yo mismo me la creía. Estaba seguro que el Necronomicón lo había dejado en la sala de estudios, y que el único libro que me iba a acompañar en el viaje era una edición pequeña y cómoda de una colección de relatos de Poe.

—¡Dale! —vociferó, con la yugular a punto de estallar en su cuello—, no te creo. Vamos a un lugar que no conocemos. No sabemos con lo que nos podemos encontrar y lo sabes, ¿y vos encima le sumas el puto Necronomicón? ¡Estamos hablando del libro de la ley de los muertos dentro de las paredes de un cementerio! ¿Pensás hacer algún hechizo, o que? A la primera te advierto que me voy a la mier...

No terminó la frase cuando una fuerte turbulencia sacudió el autobús, seguida de otra y otra mucho más fuerte. Cuyo imprevisto se robó el alarido de algunos de los pasajeros.

Cómo por arte de magia el micro empezó a bordear el lado izquierdo de la baranda del puente por el que nos encontramos transcurriendo, haciendo saltar chispazos por doquier.

El conductor intentó darle freno a esta horrible experiencia, pero el freno nunca respondió; de modo que los chispazos se fueron haciendo cada vez más intensos. Encontrándome en el lado derecho, la izquierda afectada y desesperada se vino encima de nosotros en un vano intento por no lastimarse.

Pero ya todo estaba perdido.

El micro arremetía como poseído por un demonio con todas sus fuerzas contra la baranda; destrozando de apoco la chapa lateral izquierda hasta que en un momento fue tan violento el golpe que casi un cuarto de las personas salieron despedidas por las ventanas. Éstas crujieron, y al romperse se convirtieron en vidrios punzantes que lastimaban mortalmente a los pasajeros.

A uno se le había clavado en el abdomen haciéndole salpicar la sangre, y de esta forma, manchando a las personas a bordo del autobús, mientras que lanzaban alaridos de terror en el puro frenesí del pánico. A otros se les clavaba minúsculas partículas de cristal por todo el cuerpo, sin embargo, no todos corrieron la misma suerte. Una hermosa chica pelirroja estaba del lado izquierdo, agarrándose con todas sus fuerzas a las aberturas del autobús, donde debían de estar los vidrios, haciendo lo posible por no caerse. Sus manos sangraban por el inhumano esfuerzo, mientras que gritaba desesperadamente pidiendo ayuda. Poniendo en riesgo mi seguridad, me hice paso entre las personas, intentando ayudarla.

—¡Ey, ey! ¿Me escuchas? —la mujer dejó de mirar hacia abajo y levantó su mirada, para encontrarse con la mía— Necesito que estires uno de tus brazos, entonces te voy a agarrar para sacarte de ahí ¿Entendiste?

Se soltó por un por un breve momento, pero nuevamente volvió a aferrarse a la muerte.

—¡No puedo!—grito— ¡Si lo hago, voy a caer!

—Nada de eso, sólo confia en mí y estira tu brazo. Te prometo que vas a estar a bien.

De apoco se fue despegando, mientras que miraba desconfiada hacia abajo, y luego hacia mí. Empezó a estirar el brazo... Ya casi, unos 10, 7, 5 centímetros hasta que por fin pude agarrar su delicada mano. Ella sonrió. Se había salvado.

—¡Estas bien!

Cuando de pronto, una nueva sacudida hizo reventar algunos de los vidrios que se encontraban intactos, y uno de ellos, fue a insertarse  directamente al cuello de la muchacha. Se desplomó al instante, y la sangre empezó a salpicar por todos lados. La chica me apretó más fuerte mientras me miraba desde el suelo. La sangre empezó emanar de su boca y su mano aflojó, y me di cuenta que estaba sosteniendo a un cadáver.

Por Dios, por unos segundos la contemplé y pensé; ¿que clase de mundo cruel le da falsas esperanzas a una muchacha que se encuentra al borde del peligro?, solamente para darle la ilusión de una falsa seguridad y, después, matarla tan despiadadamente.

Pero, por si esto fuera poco, el micro, con no contentarse con esto; estalló con el mínimo contacto que tuvo la gasolina con las incesantes chispas. Esto lo hizo volar de la carretera y, de esta manera aquel maldito rodado terminó en el río aplastando a algunos de los botes que se encontraban armoniosamente y en silencio con sus respectivas cañas de pescar, esperando que algún pez muerda la carnada, cuando lo que menos imaginarían era que ellos iban a morder el polvo.

Lo último que recuerdo fue como alguien me sacaba a nado del fondo de las aguas, casi inconciente. Como me acostaron en uno de los botes salvavidas y como yo terriblemente impactado y desconcertado levantaba la cabeza lentamente.

La escena que se me presento ya no era aquella imagen digna de cuando me desperté; sino, la furia pura de una matanza: personas a gritos pidiendo socorro, otras desesperadas en estado de shock se dejaban hundir lentamente al ver como el río estaba completamente teñido del color rojo de la sangre. Al apreciar esta terrible escena me invadió un profundo pánico y comencé a gritar con todas las fuerzas de mis pulmones:

—¡Mi amigo! ¡¿Dónde está mi amigo?! ¡Oh Dios, por favor llévenme con él! ¡Quiero ver a mi amigo!

Acto seguido, me levanté, y, torpemente me quise tirar del bote. Agarrado por 3 personas sumamente fornidos me vi totalmente inmovilizado.

Resignándome me dejé caer de rodillas al instante que lanzaba un grito de suma tristeza que llegó hasta lo más alto de las sierras. Me tape la cara con mis manos dejando deslizar por éstas las lágrimas que caían de mis ojos. 

Un Fin DesoladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora