Fue suficiente

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Hoy mi cuerpo necesita de ti,
saber que la dosis perfecta está en tus caderas,
tus besos, tu sonrisa, tu cabello,
y ese cuerpo que me eriza.
Hoy mi alma sabes que estás bien,
pero tú dime, tú dime quién,
estará para aliviar mi dolor...
si ya no estás tú.

La dosis perfecta. -Panteón Rococó

He perdido la cuenta del número de veces que he revisado mi móvil en busca de un mensaje o una llamada. De cuántas veces me he asomado a la ventana en espera de encontrar un viejo Mustang estacionado frente a mi puerta. No sé cuánto tiempo llevo sentada en completo silencio, aguardando por el tímido golpe de unos nudillos que me avisen que Eric está aquí.

Nada.

Han pasado diez días desde que dejé a Eric y, ahora que el valor ha abandonado mi cuerpo y, que el sentido común se fue junto con él, no puedo creer que hice lo que hice.

Doy un quejido lastimero y apoyo la cabeza en mis manos con los codos reposando en mis rodillas.

¿Y si no vuelve a buscarme?

Levanto la cabeza y afino el oído al escuchar una llave entrar en el cerrojo, segundos después Sofía entra acompañada por Cedric.

Vuelvo a dejar caer la cabeza en mis manos y muerdo mis labios para ahogar un sollozo que lucha por salir.

—¿Aura? —me llama So con ese tono de voz suave que tiene.

—No me volverá a buscar —afirmo.

He sonado como una niña, una muy asustada.

El lugar junto a mí en el sofá se hunde, y enseguida siento los dedos de mi amiga acariciar mi cabello.

—Es lo mejor, Aura. —Bufa cuando me ve negar—. Dolerá, claro que dolerá, pero después mirarás atrás y verás las cosas con la claridad que ahora no.

Levanto la cabeza y la miro a los ojos. Mi cara debe dar pena, ni siquiera me he maquillado para disimular lo mal que me veo, no podía. Hoy no he hecho otra cosa que no sea esperar por Eric. Creí verlo celoso ayer, estaba segura de que me buscaría.

Anoche fui al bar, no pude resistirme. Me quedé al fondo del lugar y lo observé a la distancia.

Las mujeres enloquecían al verlo con su típica ropa en color negro y su cinturón con la hebilla de ataúd. Estaba guapísimo arriba del escenario, no podía apartar los ojos de él, con su cabello negro recogido en una coleta, su piel tan blanca que quienes no lo conocieran, pensarían que se debía al miedo de estar allí arriba. Poca idea tenían de que él ya estaba acostumbrado a eso, que él había nacido para eso. Envolvía sus dedos sobre el micrófono, les guiñaba el ojo y sonreía a esas pobres chicas inocentes que no estaban preparadas para enfrentarse a su encanto.

Ella también estaba allí, en la mesa de la banda, y si su cara era un reflejo de la mía, en verdad debía lucir como una estúpida. Lo miraba como si fuera una deidad, un ser sagrado que había llegado a la tierra para iluminarnos con su presencia.

Sentí que los bellos de mi nuca se erizaban. La sensación de ser observada me hizo devolver la vista al escenario, esperanzada de encontrarme un par de ojos obsidiana mirándome con un poquito de la adoración con que yo lo haría.

Eran azules. Parecían desilusionados. ¿Molestos tal vez? Dimas me miraba fijamente, acción que no parecía restarle habilidad para tocar la guitarra.

Aparté la mirada. Me dio demasiada vergüenza que me viera allí como una acosadora. O peor. Como una chica sin dignidad que volvía por más del mismo veneno que la estaba matando.

AuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora