Instantes más tarde, Anna montó
en su caballo sintiéndose
alborozada y contenta, pero su
humor decayó en cuanto abrió la
puerta trasera de la casa y entró
en la plácida habitación que servía
a un doble propósito: de cocina y
lugar de reunión de la familia.
Su madre estaba inclinada sobre
la cocina, atareada en la plancha
de hierro, con el cabello recogido
hacia atrás en un pulcro moño,
con su sencillo vestido limpio y
planchado. Encima de la chimenea
y a sus lados, pendía de unos
clavos una ordenada serie de
coladores, jarras, ralladores,
cuchillos de carnicero y embudos.
Todo estaba ordenado, aseado y
pulcro, al igual que su madre. Su
padre ya estaba sentado a la
mesa, tomando una taza de café.
Míralos, oyó decir a su
subconsciente, con el corazón
dolorido y profundamente furiosa
con su madre por negar a su
maravilloso padre el amor que él
necesitaba y requería.
Como las salidas de Anna al
amanecer eran muy corrientes,
ninguno de sus padres se mostró
sorprendido de su entrada.
Ambos la miraron, le sonrieron y
le dieron los buenos días. Anna
devolvió el saludo a su padre y
sonrió a su hermana pequeña,
Dorothy, pero apenas podía mirar
a su madre. En lugar de eso, fue a
las estanterías y empezó a poner
la mesa con un servicio completo
de platos y cubiertos, una
formalidad que su madre inglesa
consideraba «necesaria para una
comida civilizada». Anna iba y
venía entre las estanterías y la
mesa, se sentía cada vez más
enferma y le dolía el estómago,
pero cuando ocupó su lugar en la
mesa, la hostilidad que sentía
hacia su madre dejó paso
lentamente a la piedad. Observó
cómo Katherine Seaton intentaba,
de media docena de maneras,
desagraviar a su padre, charlando