Era un rito; cada mañana
aproximadamente a las nueve en
punto, Northrup, el mayordomo,
abría la puerta principal de
madera maciza de la palatina
mansión campestre del marqués
de Wakefield y un criado le tendía
una copia del Times que había
comprado en Londres.
Tras cerrar la puerta, Northrup
cruzaba el vestíbulo de mármol y
le daba el periódico a otro criado
que se encontraba al final de la
gran escalera.
- El ejemplar del Times de su
señoría - Recitó.
Aquel criado llevó el periódico por
el vestíbulo y entró en el comedor,
donde Harold Fielding, marqués
de Wakefield, acababa, como de
costumbre, su colación matutina y
leía el correo.
- Su copia del Times, milord -
Murmuró el sirviente con timidez
mientras lo colocaba junto a la
taza de café del marqués y luego
le retiraba el plato.
Sin mediar palabra, el marqués
cogió el periódico y lo abrió.
Aquellos gestos se realizaban con
la precisión impecable y
perfectamente orquestada de un
minueto, pues lord Fielding era un
amo muy riguroso y exigía que
sus propiedades y casas de la
ciudad funcionasen con la misma
precisión que una máquina bien
engrasada.
Sus criados le temían, lo
consideraban una deidad fría,
amedrentadora e inaccesible a la
que se esforzaban
desesperadament e en
complacer.
Las entusiastas bellezas
londinenses a las que Harold
llevaba a bailes, óperas, piezas
teatrales -y a la cama- sentían más
o menos lo mismo, pues él las
trataba más o menos con el
mismo sincero afecto que trataba
a sus criados. Sin embargo, las
damas lo miraban con disimulado
deseo allí donde fuera, pues a
pesar de su actitud cínica, le
rodeaba un aura inconfundible de
virilidad que hacía latir con fuerza