II

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La sala del interrogatorio es fría. Dos paneles cuelgan del techo: uno está sobre mí y el otro sobre la silla vacía que ocupará mi interrogador. El color crema de las paredes debería mantenerme tranquilo, pero consigue todo lo contrario. Estoy haciendo un esfuerzo por mantenerme en calma, no formar algún indicio que pueda delatarme. Sé que me están observando, sé que hay detectives al otro lado de la sala que analizan mis gestos. Encontrarán cualquier detalle para que hable y usar mis palabras en contra. Ellos lo llaman Signos delatores, yo prefiero llamarlo La mierda que me condenará. El lenguaje corporal y el silencio son armas que ellos usarán en mi contra, lo sé, valen más que mil palabras.

Apoyo los codos sobre la mesa y sumo el peso de mis hombros para verme más relajado. Frente a mí la puerta se abrirá en cualquier momento.

Me empiezo a preguntar cuánto tardará esto...

Un crujido acompaña la apertura de la puerta. Mi interrogador, la persona que más odiaré durante varias horas, se presenta ante mí con traje y corbata; su contextura es gruesa y es más alto que yo. Cierra la puerta sin quitarme los ojos de encima. Tiene el pelo rapado y puedo notar que la punta de su oreja izquierda está más alejada de su cabeza, lo que le da un aspecto algo cómico. Dos bolsas bajo sus ojos se hacen visibles por la sombra del cuarto, se ve que está cansado. Sus pasos son pesados, muy seguros, sabe que aquí tiene el mayor por ciento del control. Al sentarse sobre la silla sienta un suspiro profundo y me observa por primera vez desde que entró.

Ya sé qué viene ahora.

El interrogador tose, se prepara para hablar:

—Dechart, tiene derecho a permanecer en silencio.

Respondo con el sutil movimiento de cabeza entre pensamientos que me llevan a la noche que todo lo cambió. El furor de una espera me envuelve en el trago amargo que bebía aquel 21 de agosto en el bar La Cita.

Esa mañana del viernes estuvo de mierda, como un recordatorio de lo mal que me encontraba. Me dormí en clases de Comunicación Social. Me apestaba una clase donde me enseñaran sobre relacionarme siendo que esto no se me daba mal, bastaba con entrar a mi cuarto la noche anterior y darse cuenta lo bien que se me daba socializar con las chicas del campus. Como una planta carnívora atrayendo insectos, a mí me bastaba decir que estaba en una banda y cantar algún verso absurdo sobre el amor y listo: número anotado.

Me tomaba muy enserio la expresión «Carpe diem» y aprovechaba cada maldito segundo de mi existencia haciendo lo que consideraba justo y correcto para mí, aunque fuese contra las reglas de la moralidad que cubría la sociedad. Simplemente me gustaba disfrutar de las libertades, seguirme.

Desperté con el traqueteo de la profesora.

—Dechart, gracias por su participación en clases, pero debe saber que su asistencia no bastará para que pase mi ramo.

CATARSIS  [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora