Nunca llames a Margaret Barret - (Parte I)

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  No podía parar. Subía y bajaba, una y otra vez, las escaleras que llevaban del living, en la planta baja, a los cuartos, en la planta alta. Y más arriba, todavía, a la bohardilla. ¡Por fin se habían mudado! Habían cambiado el pequeño y moderno departamento por la enorme y antigua casa. Y aunque era cierto que se necesitaban muchos arreglos, de a poco, los irían haciendo. Julieta estaba segura de que su papá, con lo habilidoso que era, pondría la casa en inmejorables condiciones. Y la mamá, por su parte, lograría darle ese toque original, envidia de los decoradores profesionales.

  Ahora, la frente apoyada contra el vidrio empañado, la chica observaba, a través de la ventana de la cocina, el jardín lleno de malezas. La viejita que les había vendido la propiedad vivió sola allí durante muchos años. Y no debió haber tenido ni los recursos ni las fuerzas para mantenerla en buen estado.

  De pronto, el llamado sacó a Julieta de sus reflexiones: la mamá le pedía que acomodara en la bohardilla todas esas cosas de las que nadie había querido desprenderse, pero que no se usaban. Voló escaleras arriba. Las cajas, rotuladas, ocupaban buena parte del pequeño cuarto. Allí estaban los objetos ya inútiles y, sin embargo, queridos: los dibujos del Jardín y los cuadernos de los primeros grados; los muñecos que ni ella ni su hermano habían querido regalar; viejas colecciones de revistas pacientemente reunidas por el papá; la antigua máquina de coser heredada de la abuela; herramientas de carpintería que esperaban que su dueño tuviera, alguna vez, tiempo para usarlas.

  La chica pensó que, por suerte, sería fácil ordenar ya que, en todas las paredes, había estantes. Pero, siguiendo indicaciones de su mamá, primero debía repasarlos con un paño húmedo. En el bañito contiguo, ya estaba preparado el balde de agua con detergente, una esponja y trapos limpios. Para alcanzar arriba de todo, Julieta trepó a la escalerilla de metal. Y entonces, al asomarse al último estante, lo descubrió. De las tapas doradas, se desprendía un polvo fino que la hizo estornudar. Abandonó la esponja húmeda, tomó el extraño libro con todo cuidado. En adornadas letras manuscritas, pudo leer: Encantamientos para obtener poder sobre las hadas. Y más abajo, una fecha: siglo XVII.

  Muerta de curiosidad, Julieta bajó de la escalerilla con el libro entre las manos.

  Antes de decidirse a abrirlo, se preguntó qué le pediría a una hada si pudiera disponer de su ayuda. No necesitó pensarlo demasiado porque, inmediatamente, la asaltó la imagen sonriente de Lautaro: estaba loca por él, aunque el chico no parecía darse cuenta de que ella existía.

  Ahora sí, Julieta abrió el libro y lo ojeó. Vio entonces que cada página estaba encabezada por el nombre de un hada y, debajo, venía el encantamiento destinado a convocarla. Con rapidez, la chica se dio cuenta de que todas las fórmulas estaban escritas en un idioma extraño y difícil. Pensó que, ni leyéndolas, sería capaz de repetirlas. De todos modos, se dijo que si tuviera que elegir, se quedaría con la más corta: la fórmula para convocar a Margaret Barret.

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