¡Ringggggggggg! La campanilla del despertador la hizo saltar de la cama. Prendió el velador. Eran las doce menos diez clavadas. Julieta se puso una bata sobre el pijama y, sigilosa, bajó llevando, por las dudas, una linterna. Por suerte, como era viernes, sus padres habían salido a cenar con unos amigos y regresarían después de la una. Leandro, por su parte, dormía como el mejor, acompañado por la solitaria Ella. La chica pensó que si esa tarde no hubiera dormido la siesta, no se habría despertado ni con el timbre de diez despertadores que sonaban al mismo tiempo.
Salió al jardín. La luna llena derramaba su luz lechosa sobre las siluetas de los árboles. De pronto, maullidos de furia y de dolor quebraron el silencio de la noche: una feroz pelea de gatos se desarrollaba en la casa vecina. Julieta se inquietó y tuvo el impulso de regresar a la cama. Pensó si no se estaría metiendo en un lío. Respiró hondo para tranquilizarse. Y luego de algunos segundos, se decidió. Con una rama, trazó un círculo y se ubicó en el centro. Cerrando los ojos, pronunció lentamente las extrañas y difíciles palabras aprendidas de memoria. Instantes después, sintió un golpe seco sobre la frente, como si alguien le hubiera arrojado una piedrecita. Asustada, abrió los ojos, pero no vio nada ni a nadie. Sin embrago, le pareció oír algo, así como un lejano quejido. Iluminando con la linterna, buscó a su alrededor. Tirada sobre la ancha hoja de la planta de palta, la descubrió. Era muy pequeña, del tamaño de una mano de bebé. Vestía chaqueta y falda verdes, y cubría sus cabellos rubios un gorro rojo con una pluma blanca. Parecía de juguete.
La chica no salía de su asombro. ¡El encantamiento había funcionado! ¡Y esa que estaba allí era un hada, un hada de verdad! De pronto, de la boca diminuta, salieron estas palabras:
-¡Qué golpe me di, qué golpe! -Y luego-: ¡Eso me pasa por venir tan apurada!
En ese momento, Julieta comprendió que el impacto sobre su frente no había sido provocado por una piedra, sino por el cuerpo de la maravillosa criatura. Al verla todavía mareada por efecto del choque, la chica le preguntó con una sonrisa:
-¿En qué puedo ayudarte?
El hada giró la graciosa cabeza rubia.
-Soy yo la que tiene que hacer esa pregunta -dijo.
-¿Te sentís bien? -insistió Julieta.
-Perfectamente -respondió ella mientras se ponía de pie. Y luego, acomodándose el sombrero que se le había ladeado con el choque, agregó-: Como ya sabrás, soy Margaret Barrett y acudí a tu llamado. ¿En qué puedo ayudarte?
-¿Puedo pedirte lo que quiera?
-Concedo sólo buenos deseos -puntualizó el fantástico ser.
Ahí nomás, la chica estuvo a punto de pedirle que hiciera lo necesario para que Lautaro cayera rendido de amor por ella. Pero tal vez, porque le dio un poco de vergüenza confesarse así con una extraña, prefirió probar antes con otra cosa.
-¿Te puedo pedir más de una deseo? -preguntó por las dudas.
-Hasta que te canses.
En ese momento, Julieta recordó la conversación que había mantenido con Leandro. Después de todo, el tontín merecía una sorpresa como la que ella iba a darle.
-Quiero pedirte algo que hará feliz a mi hermano -dijo.
-Me alegra que seas generosa, y que tu primer pedido sea para traerle placer a otro -respondió el hada dispuesta a escuchar y conceder.
Luego de expresado el deseo, Julieta y Margaret Barrett se deslizaron silenciosamente hasta el cuarto de Leandro, que dormía como un lirón. Desde la pecera, Ella las observaba impasible. Revoloteando, el hada pronunció, en una lengua desconocida, un misterioso conjuro. Y con la punta de los dedos, arrojó sobre la iguana un polvillo dorado que, como una capa de niebla, la envolvió por completo.
-Cuando se disipe la nube, verás dos ejemplares en lugar de uno -afirmó, muy segura, el hada.
No se había desvanecido aún el polvillo cuando, en el cuarto silencioso, resonó un sonoro «cocorococócocó». Otro, no menos sonoro, le respondió. En ese momento, Margaret Barrett soltó una risita nerviosa. Luego, dijo:
-¡Caramba! ¡Otra vez, me ha vuelto a pasar!
Ahora, la niebla se había esfumado por completo. Lo mismo había sucedido con Ella. En lugar de la iguana, dentro de la pecera, había dos gallinas.
-¿Qué pasó? -preguntó horrorizada Julieta.
-Lo dicho se ha cumplido -afirmó por su parte el hada-. Dentro de la pecera, ahora, hay dos ejemplares.
-¡Sí, pero son gallinas, gallinas! -gritó la chica al borde de un ataque de nervios.
Por suerte para él (y en ese momento, también, para Julieta), Leandro tenía un sueño verdaderamente pesado.
-¡Que sean gallinas o iguanas es sólo un detalle! Lo importante es que sean dos, y aquí hay dos -insistía el hada sin dar su brazo a torcer.
-¡Te exijo que nos devuelvas a Ella inmediatamente!
-Me temo que no va a ser posible.
-¿Por qué?
-Porque, a mí, los encantamientos me salen pero, nunca jamás, me pude aprender los desencantamientos.
Julieta se puso verde de pies a cabeza. No podía creer en la desfachatez de la personita ni en lo que estaba sucediendo. Con todo esfuerzo, ella había logrado memorizar las difíciles palabras y convocado a un hada. Pero había venido una torpe incapaz de aprender los desencantamientos.
-¡Cococoró-cocó! -cantaron a dúo las malditas gallinas.
Leandro se removió en la cama. Julieta rogó a los cielos que el chico no se despertara. Sobre la mesita de luz, el reloj marcaba las doce y treinta. Pensó que debía hacer algo ya mismo, antes de que sus padres regresaran. Pero ¿qué?
Margaret Barrett, mientras tanto, ajena al problema que había causado, revoloteaba de aquí para allá y provocaba, de puro atolondrada, la caída de adornos y revistas. Julieta pensó que la torpe era más peligrosa que un elefante en una cristalería y que lo mejor que podía hacer era encerrarla. Entonces, sin dudar, tomó la red que su hermano usaba para cazar insectos e intentó atraparla. Pero el hada, al darse cuenta de la intención de la chica, la esquivó y huyó raudamente, llevándose en el escape un buen pedazo del póster de River preferido de Leandro.
Julieta, por su parte, enceguecida por el enojo, se lanzó detrás de Margaret Barrett con la red en alto. Se inició así una encarnizada persecución que fue dejando señales por todos los rincones de la casa: la bailarina de porcelana hecha trizas en el living; los floreros que chorreaban agua sobre las alfombras; los tarros que contenían azúcar, arroz y fideos, volcados en la cocina; y (lo que la mamá no le perdonaría jamás) el frasco recién abierto de perfume francés hecho añicos en el baño.
Llorando de rabia, la chica comprendió que así no podría con el hada. Tenía que calmarse y pensar. Era necesario encontrar una solución lo más rápido posible. Entonces, de pronto, recordó el libro de los encantamientos.
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