Nunca llames a Margaret Barret (-parte V)

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El reloj marcaba la una en punto de la mañana. Julieta se desesperó: sus padres regresarían de un momento a otro, el hada que revoloteaba por ahí era una verdadera amenaza, y ella no había logrado encontrar en el libro lo que esperaba. Luego de cerrarlo de un golpe, lanzó un grueso insulto. Uno tan grosero que hasta la hizo poner colorada. Y en el mismo instante en que acababa de pronunciarlo, temblando de indignación, apareció ante ella Margaret Barrett en persona.

-Si hay algo que las hadas no podemos tolerar -dijo con voz trémula -son las groserías. De modo que, niñita maleducada, ya mismo me voy de aquí y me llevo para siempre los dones concedidos.

No había terminado de hablar el hada, cuando desapareció en medio de un resplandeciente fogonazo.

Julieta se quedó con la boca abierta de asombro. Tardó algunos segundos en comprender que, por puro azar, había logrado sacarse de encima a la calamitosa Margaret Barrett. Pegó un estridente grito de alegría. Cuatro sonoros cocorococó-cocó le respondieron. Luego, nada. Silencio absoluto. Como si el mundo entero hubiera desaparecido. Instantes después, Julieta oyó con nitidez el ruido de la puerta de calle que se abría y cerraba. Seguramente, sus padres volvían. Voló escaleras abajo. Corriendo llegó hasta su dormitorio y se zambulló en la cama. Estaba segura de que, ahora, oiría los gritos de espanto ante los desastres recién descubiertos. Pero no. Oyó apenas las voces y los pasos de sus padres que subían. La mamá se asomó a los dormitorios para asegurarse de que sus hijos descansaban tranquilamente. Julieta esperó a que todo estuviera en silencio para levantarse y dirigirse al cuarto de su hermano. Ajeno a los enredos nocturnos, Leandro dormía como un tronco. En la pecera, Ella escrutaba la penumbra con sus redondos ojos fijos. Un suspiro de alivio se escapó de los labios de la chica. Todo parecía haber vuelto a la normalidad: si hasta el póster de River se había recompuesto. Se decidió a inspeccionar el resto de la casa. Como en las películas, milagrosamente, todo había vuelto a su anterior estado.

Luego de prometerse que lo primero que haría a la mañana siguiente sería tirar a la basura el libro de los encantamientos, se fue a dormir tranquila. Le pareció que no había terminado de hundirse en el sueño, cuando la despertaron unos fuertes golpes en la puerta.

-¡Julieta, Julieta, no sabés lo que pasó! -tronaba la voz de Leandro.

Y antes de que pudiera decir nada, su hermano ya estaba dentro del dormitorio. Llevaba, en la mano, un precioso huevo rosado.

-Mirá, mirá lo que encontré en la pecera... ¡Parece que Ella estaba embarazada y va a tener un hijito!

La chica no alcanzó siquiera a contestarle porque, en el mismo momento, la mamá vino a avisarle que la llamaban por teléfono: era Lautaro, que la invitaba a ir al cine.

Julieta no entendía nada. ¿Qué estaba sucediendo?

Esa misma tarde, lo supo. Hacía tiempo que el chico gustaba de ella pero, tímido como era, no se había decidido a hablarle.

-Pero, ¿por qué me llamaste justo hoy? -preguntó muy intrigada Julieta.

-No sé muy bien. Pero de pronto, sentí como si una voz me dijera: «Llamala, llamala que te está esperando» y, en un impulso, sin pensarlo más, lo hice.

La chica se sonrió y no dijo nada, pero imaginó que, cuando un deseo era muy intenso, terminaba por hacerse oír y que, seguramente, eso era la famosa «magia del amor».

Lo que, en cambio, nadie pudo explicarse fue por qué, dos semanas después, del rosado huevo de la iguana nació, cubierto por una tenue pelusa amarilla, un primoroso pollito.

Lucía Laragione (Publicado en EL gran Brancaleone y otros cuentos, Colección Hora de Lectura, Bs. As. Cántaro, 2003)

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