¿Qué le pasaría a la pavota de su hermana que andaba todo el tiempo como en las nubes? Parecía perseguir algo que sólo ella veía e iba de allí para aquí murmurando, en voz muy baja, palabras incomprensibles. Tan concentrada estaba en «eso» que ni siquiera encontraba algún motivo para pelearse con él cuando antes, por cualquier tontería, le armaba unos escándalos mayúsculos. Ahora, en cambio, podía hasta tirarle del pelo que ella no decía ni «mu». ¿Se había enamorado la tarada? Leandro sabía que los enamoramientos producían esa clase de efectos. ¡Y bueno, de últimas, a él, qué...! Lo único verdaderamente importante era que ya no estaba obligado a cederle, a la insoportable, la mitad de su cuarto. Y que en cambio, a partir de hoy, lo compartiría con el objeto de sus sueños, la pasión de sus días: sólo le faltaba una cuadra para llegar a la veterinaria y comprarse la iguana que tanto anhelaba. Los tíos y abuelos, que el fin de semana los habían visitado en la casa nueva, estuvieron generosos y agregaron a los ahorros la cantidad necesaria para cubrir el precio de la mascota.
Ahora él ya estaba en el negocio; y su dueño, a punto de convertirse en realidad. Observó cuidadosamente los dos ejemplares en venta: le aclararon que uno era macho y el otro, hembra. Le habría encantado poder comprarse los dos. Se consoló pensando que tal vez, más adelante, lo haría. Tomando con delicadeza a la hembra, el veterinario le explicó a Leandro que, en esa especie, el género femenino resultaba más dócil. Para demostrárselo, puso a la iguana sobre el hombro del chico. Él giró la cabeza y se encontró con los ojos redondos del animal que lo observaban fijamente. Esa mirada, dulce y pacífica, terminó por convencerlo.
Leandro oyó con cuidado las recomendaciones: la iguana podía comer verduras y frutas pero, también, era necesario que recibiera calcio. Asimismo, era muy importante que tomara sol y que su hábitat se mantuviera templado. Para eso, durante el invierno, debía colocarse en la pecera un pequeño calefactor.
Cargando con delicadeza la caja donde trasladaba al animal y rebosante de alegría, Leandro volvió a su casa. Se preguntaba qué cara pondría Julieta cuando lo viera entrar con la mascota. Pero, para su decepción, la hermana no estaba. Tampoco, su mamá.
¡Y bueno...! Ya tendría tiempo de sorprenderlas más tarde.
