Capítulo Siete

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CAPÍTULO SÉPTIMO

Donde la guerra los atrapa.

-Estoy buscando a un hombre de unos veintipocos años.- Le dijo a la mujer de pelo cano que se encontró junto al pozo medio derruido. -Un hombre de complexión robusta, con los ojos oscuros y el pelo corto de un color castaño tirando a rubio, con una barba por el mentón pero sin apenas pelo en el bigote, es soldado de la legión Española ¿lo habéis visto?

-Que yo recuerde no- respondió la mujer llevándose la mano a la frente y volviendo a sus quehaceres. Oberón, con su sabiduría, había enseñado a los dos muchacho los principales dialectos de los hombres en el mundo. Romeo y Mercuccio sabían más de diez idiomas, entre los cuales se encontraba los dos dialectos principales del pueblo kurdo, como el Sorani y el Kurmanji.

Siguieron preguntando, tampoco lo había visto un militar de aquel país que pasaba por allí, ni la chica que recogía su cosecha en su pequeño huerto, ni ninguna persona que encontraron los cansados muchachos. Pese a todo, insistían. El calor empezó a aflojar y los mosquitos a molestar en aquella pequeña aldea medio derruida por el paso de la guerra. Habían hablado con casi todo el mundo.

"Aquí no encontraremos ayuda" Romeo echó a andar, y en aquel momento divisó a un grupo de muchachitos flacos que lo miraban desde el otro extremo de la aldea.

-Con esos no hemos hablado- dijo Mercuccio. -Iré a ver.

Cuando Mercuccio regresó, los chicos le había proporcionado una valiosa información a cambio de unas cuantas chocolatinas. Le dijeron que por allí habían pasado muchos hombres solos, acompañados única y exclusivamente con su novia "la muerte", que es la que se encargaba de besar con sus labios endemoniadamente dulces cada sitio del país. Probablemente ya estaría encandilando a los siguientes y no estarían a más de treinta kilómetros, en la próxima ciudad que se encontraran.

-Encontraré a Segismundo- le había prometido Romeo a Oberón días atrás. Nobles palabras, pero las palabras se las puede llevar el viento, y en ese país, cada dos por tres, había una tormenta de arena.

Se metieron en el único vehículo que pudieron alquilar en la frontera, un destartalado coche naranja, tan antiguo que tuvieron el honor de ponerle un nombre, para ellos se llamaba "Naranjito", y tomaron rumbo a la ciudad. En aquella aldea habían perdido demasiado tiempo a cambio de demasiado poco...

A pocos kilómetros de la ciudad se les hizo de noche y Naranjito había apurado sus últimas gotas de gasolina, así que decidieron pasar la noche a un lado de la carretera y esperar a mañana. En el silencio de la oscuridad se oía el sonido de la guerra como si estuviera a muy poca distancia y a veces, a lo lejos, se veía el cielo relumbrar en una cadena de intervalos. Romeo se tapó un poco con la manta en el asiento de atrás, las noches allí refrescaba muchísimo. Mercuccio se quedó en el asiento del piloto que estaba reclinado al máximo para mayor comodidad.

Los chicos no podían dormir así que Romeo fue el primero que se atrevió a hablar, estaba tumbado con los brazos sobre la nuca mirando el techo del coche.

-Amigo mío, estos días estás raro, desde que salimos de casa no hablas mucho y estas como ausente, ¿qué te ocurre?.

-No es nada Romeo, duérmete y sueña con Mab como te gusta hacerlo.

-¡Oh! parece que la Diosa Mab no solo se mete en mi cama- se incorporo un poco en el asiento riéndose y empezó a despeinar el pelo de Mercuccio. -Dime ¿quién es ella?

-¿Pero qué haces? ¡No es nadie!-  mintió.

-Está bien- ironizó Romeo -Si no quieres decírmelo, lo entiendo, pero no me digas que no es nadie, porque solo tu pones esa cara de cordero degollado cuando te enamoras y a juzgar por como tienes la "jeta" estos días, estas hasta las trancas, querido amigo.

-¡Ufff! Está bien, tienes razón- Se quejó su cansado amigo. En ese mismo momento se escuchó un tremendo ruido en la parte delantera del coche.

-¿Que ha sido eso?

-No salgas Mercuccio.

El joven hizo caso omiso, cogió de la guantera una linterna y salió del coche, miró en la parte de donde provino el ruido y no vio nada. Dio un paso hacia atrás... y en aquel momento, a sus espaldas, un perro grande y rabioso salió de entre las sombras, gruñendo. Mercuccio retrocedió, y otro perro se lanzó contra él desde el otro lado. El chico se tambaleó, inseguro, aturdido, y un tercer perro le lanzó una dentellada al brazo que le arrancó un trozo de tela de la manga con un trozo de su propia piel pegada a ella. Mercuccio empezó a gritar cuando una mano le agarró por el cuello y logró meterlo en el coche de un tirón. Antes de cerrar la puerta de Naranjito tuvo que pegarle una buena patada al asesino de cuatro patas que quería devorarlos allí mismo.

-¿Te encuentras bien?- preguntó Romeo, ya con la seguridad que les brindaba el interior del coche, pero sin dejar de mirar a los perros, nervioso.

-Tengo una manga rota y los calzoncillos incomprensiblemente mojados, y una mordedura en mi antebrazo izquierdo- dijo malhumorado.

-Te dije que no salieras ¡cabezota!- Romeo curó como pudo la herida de su amigo con algo de alcohol que tenían en la guantera, y con el otro trozo de tela que le sobraba a la manga de su amigo, le hizo un aparatoso vendaje.

Después de un largo tiempo, que a ellos les pareció años, los gruñidos de los perros se fueron alejando del lugar y fue entonces cuando el cansancio pudo con ellos.

La mañana siguiente llegaron a la ciudad. Después de haber sido la capital del mundo, Bagdad, que fue durante mucho tiempo un importante centro de proyección intelectual, era la ciudad más miserable. Habían llegado a pie. Las calles eran ratoneras, por doquier habían gente corriendo, disparos surcando el aire, bombas bajando de los cielos. Estaban parados en una de las calles como si aquello no fuera con ellos. Romeo intentaba mirar a todos los soldados que pasaban a su lado escaneando para ver si encontraba algún atisbo que le dijera que esa persona era legionario Español. Los soldados por una extraña razón ignoraban la presencia de los chicos. De pronto se escuchó un estruendo. En un edificio dos calles más abajo estalló una de esas mierdas que cagaba el cielo. Mercuccio miró a su amigo y salió corriendo en esa dirección.

"Tonto Mercuccio"- se dijo Romeo mientras empezaba a seguirlo. -¡Espérame!

Al llegar al edificio medio derruido solo se escuchaban gritos y salía humo y polvo, pero de entre esos gritos, lograron escuchar el auxilio de una chica. Sin pensárselo dos veces Mercuccio entró, Romeo le siguió. Entre una difícil humareda y un constante gorgoteo de personas sobreviviente saliendo de ese infierno, lograron encontrar a la chica en el segundo piso, estaba tirada en el suelo con una pierna magullada. La cara de ella era un poema, estaba bañada en sangre, cuando vio a los chicos les tendió la mano antes de caer desmayada. El suelo temblaba a cada paso y el ruido del techo era constante. Cuando Romeo y Mercuccio llegaron a ella, la sacudida les sorprendió a uno cogiendo en brazos a la chica y, al otro mirando hacia arriba.

-Que Dios se apiade de nosotros...- fue lo único que le dio tiempo a decir a Romeo cuando el techo se les vino encima.

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