28. SERGIO

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Entré en la sala de interrogatorios acompañado de uno de los agentes que custodiaba al detenido y al que había ordenado no intervenir. La gente solía tener la extraña idea de que aquello era como en las películas. Nada más lejos de la realidad. Ni había espejo unidireccional para observar al detenido desde fuera ni mobiliario reluciente con lugares especiales para esposarlo ni paredes blancas y mucho menos iluminación y paneles blancos en el techo.

Aquel en concreto era un cuartucho pintado de gris sin ventanas con una mesa de formica con aspecto de mesa de comedor algo más pequeña con los bordes redondeados, no fuera a lesionarse el detenido, tres sillas tapizadas antiguas y una lámpara colgante que parecía más de cocina que otra cosa. Y era de lejos la mejor sala que había visto en mucho tiempo. El equipo de grabación que estaba encima de la mesa había conocido tiempos mejores y una vieja cámara de video sobre un trípode descansaba olvidada en una esquina. Por supuesto no iba a usar nada de aquello.

Se me daba bien interrogar a la gente, por eso Agustín me había enviado a mí. El agente que me acompañaba me había informado que se había negado a declarar y que no habían conseguido sacarle nada.

Tenía ante mí a Óscar Casteleiro Rúa. Uno de los lugartenientes de Mendoza. Un hombre de cuarenta y cuatro años de aspecto rudo y que parecía de vuelta de todo. El típico detenido que se las sabía todas.

Le dejé sobre la mesa un café, un paquete de cigarrillos y le hice el numerito de la carpeta. Eso siempre los descolocaba. Los hacía pensar que teníamos de ellos mucho más que lo que teníamos en realidad.

Lo observé un rato mientras bebía el café a pequeños sorbos hasta que lo vi relajarse un poco.

―No voy a andarme con rodeos, estas en un lío de los gordos.

―No voy a declarar hasta que esté delante del juez, conozco mis derechos.

―Lo sé, aquí dice que no es la primera vez que te detenemos ―afirmé abriendo la carpeta y esparciendo las primeras páginas donde aparecía su ficha policial y sus antecedentes.

Dejó el café y se removió inquieto en la silla.

―¿Puedo? ―preguntó cogiendo un cigarro.

―Adelante ―concedí con un gesto.

Encendió el cigarro y no pudo esconder un leve temblor en los dedos. El truco del cigarro me servía para calibrar el grado de nerviosismo del detenido que normalmente intentaba disimular. Cuando no eran fumadores, y rara vez no lo eran, intentaba hacerlos escribir o sujetar algo para ver como movían las manos.

―Esto no va contigo ―aseveré mirándolo fijamente a los ojos.

Abrí de nuevo la carpeta y le enseñé las fotos de los cadáveres de Xulio Barbeito y Fran Carballo, los ocupantes de la furgoneta.

―Sabemos que en ocasiones trabajaban para ti. No nos importa tanto saber quién los mató como saber quién les encargó que buscaran a Iria García de Requeixo ―proseguí.

Continuó fumando y devolviéndome la mirada sin contestar. Él pensaba en ese momento que era muy listo al no responder, dado que no le había preguntado nada, pero en realidad mis silencios pretendían darle tiempo a que asimilase mis palabras

―Pero ya sabes cómo va esto, tus muchos antecedentes... ―señalé golpeado con un dedo la carpeta―, que los dos hacían trabajos para ti..., que hay un testigo que dice que fuiste el último que los vio con vida...

―Yo no fui. Y si pudierais probar algo ya estaría delante del juez, que me tenéis aquí desde ayer ―dijo en tono de protesta.

―Eso no es lo que debería importarte ―le dejé caer recostándome en la silla.

TE PROTEGERÉ CON MI VIDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora