14. SERGIO

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No sé en qué momento me había liado para que le diera opinión acerca de los kilos y kilos de ropa que se había probado. Aquello era lo más parecido al infierno.

―Iria, ese vestido es un poco... Poco. Esa es la palabra.

―¿Por qué? Yo lo veo bien.

Se paseaba por delante del espejo que había al principio del pasillo de los probadores girándose a un lado y a otro para verse mejor. Llevaba un minúsculo vestido elástico que a pesar de tener mangas hasta el codo y un escote de pico más ancho que pronunciado, era demasiado corto y hacía que se le marcaran hasta los lunares.

La dependienta, una mujer algo mayor de cincuenta, híper maquillada y con pinta de cacatúa se nos quedó mirando y dijo:

―Cielo, haz caso a tu padre.

En ese momento quise matarla, de hecho se sobresaltó cuando la fulminé con la mirada. Iria estalló en carcajadas y la cacatúa terminó mirándonos con cara de extrañeza.

―Lo siento ―se disculpó tras limpiarse las lágrimas―, es que no es mi padre.

Entonces su semblante cambió del todo y terminó mirándonos alternativamente de una forma reprobadora; sobre todo a mí, como si fuera una especie de sátiro. Sin embargo, hubo un momento en el que al fijarse en Iria lo hizo con lástima.

La verdad es que Iria no aparentaba más de dieciséis o diecisiete años y, en aquel momento, la cacatúa estaba dando por hecho que me la tiraba. Iria comenzó a reír de nuevo.

―No, mimá, no, desde luego no da usted una. No nos acostamos. ¡Puaj! ―afirmó exagerando el tono infantil―. Somos hermanos de padre, por eso no nos parecemos. Mi padre se casó tres veces y tuvo un hijo con cada una de sus esposas. Él es el mayor y yo la pequeña. No ha sido buena idea traerte de compras, hermanito.

Así que iba a montar un pequeño show. Agradecí en silencio que no le hubiera seguido la corriente a aquella malpensada, pero lo cierto es que así es como nos vería el resto del mundo si estuviéramos liados. Muy esclarecedor.

―Oh, lo siento, yo, yo, no... ―balbuceó la cacatúa muy avergonzada.

―Es que hace poco que fue mi cumpleaños y como no pudo estar me prometió una tarde de compras, ya sabe, para compensarme ―explicó agarrándola del brazo y llevándosela de vuelta al probador―. Y el vestido me lo llevo ―añadió en mi dirección.

No iba a discutir, pero si se le ocurría salir a la calle con ese vestido no iba a acompañarla a ninguna parte.

Una vez decidió que había terminado de comprar nos comimos una hamburguesa en uno de los bares del centro comercial.

Al principio temí que me acribillara a preguntas. A pesar de lo que me había dicho de camino al centro comercial no me lo había tragado. Ni por un segundo. No había nada más suculento para alguien aburrido que un buen cotilleo. Notaba como estaba reprimiendo su curiosidad desde lo de la llamada de Olga. Luego empecé a hacer apuestas mentales sobre si iba a atreverse o no y, si al final lo hacía, cuanto tardaría en hacerlo o como intentaría convencerme.

La observé durante un rato entre bocado y bocado y vi como me miraba de reojo. Carraspeaba, bebía, no encontraba el valor y volvía a comer. Estuve pendiente del reloj. Tardó dieciséis minutos y pico en hacer la primera pregunta. Casi habíamos terminado de comer.

―¿Qué ha pasado en el hospital, Olga está bien?

―Está perfectamente.

Se removió incomoda en la silla.

―Por tus palabras parecía enfadada.

―Más o menos.

―No me lo vas a contar ¿verdad?

TE PROTEGERÉ CON MI VIDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora