Los mensajeros

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Se despertó tumbado sobre la arena sin recordar nada de la noche anterior. No reconocía aquellos pagos en absoluto, ni sabía cómo había acabado allí. De pie frente a él se hallaba una botella plástica con quinientos mililitros de agua, y esa era su única compañía, además del sol, que resplandecía y resultaba ardiente al rozar la piel. Deben hacer cuarenta grados, como mínimo, pensó. Qué extraño... ¿No estamos en pleno invierno?

Sin embargo, el invierno se encontraba a miles de kilómetros de distancia, y en el desierto no había reparo contra nuestra estrella. Tenía la boca tan seca como aparentaba ser aquel lugar, y decidió beber algo del agua. Dio un trago, y luego otro, y otro más. Al dirigir la botella de nuevo hacia su boca, dispuesto a dar el cuarto sorbo, se detuvo. Le quedaba entonces menos de la mitad. Supuso que mejor sería guardarla.

Caminó hacia alguna parte, deseando conducirse hacia algún lugar donde pudiese pedir ayuda, cuando menos información sobre su paradero. Intentó con todas sus fuerzas recordar la noche anterior, pero no pudo. Lo último que rememoraba era estar en la puerta de la oficina, despidiendo a sus compañeros para emprender el retorno a casa. Ese hecho había ocurrido, aproximadamente, a las veinte del día de... ¿ayer? Luego todo se hundía en un espeso manto de niebla.

¡El celular!, se dijo.

No lo llevaba consigo.

Seguía con la misma ropa con que había dejado la oficina. Quizá todo se tratara de algún mal chiste de sus compañeros de trabajo. Pero no, no podía ser. ¿Qué clase de broma era drogar a una persona y dejarla tirada en el medio de la nada bajo un sol asesino? Además, en las cercanías de su ciudad no había ningún desierto... ¿cómo habrían hecho para conducido allí tan rápido? No, eso lo podía descartar. Entonces, ¿qué hacía en aquel sitio?

La sed lo apresó nuevamente y sorbió otro poco de agua. Claro que aún no era del todo consciente de que la misma podía escasear en un futuro no muy lejano.

Siguió caminando en línea recta lo que le pareció un millón de años luz. Se percató de que el sol estaba dañando su piel, por lo que se quitó el saco, cubrió su cabeza con él, y lo anudó con las mangas formando una especie de hiyab. Para entonces llevaba sólo tres horas en aquel insólito paraje, y la temperatura había subido sustancialmente. Sentía cómo las gotas de sudor recorrían lo largo de su tronco, cayendo principalmente desde sus axilas.

Luego de andar un largo trecho más decidió detenerse. Se tumbó en la arena y mojó sus manos y su cara con algo de agua, la cual ya casi había desaparecido. Lo poco que quedaba lo bebió ferozmente, haciendo largos buches. Guardó la botella por si acaso en uno de sus bolsillos. Luego cerró los ojos.

Al abrirlos nuevamente ya había caído el sol. Su piel ardía como lo hacen las almas del infierno, y no tenía forma de aliviar el dolor.

Por la noche el viento se despertó, levantando toneladas de arena. Era imposible seguir la marcha en esas condiciones. Apenas podía ver lo que tenía enfrente, y la arena danzando en las penumbras restringía aún más la visión. Nuevamente, cerró los ojos.

Luz. Un iridiscente resplandor colma el total del firmamento. Los colores son vívidos, tan brillantes como ninguna cosa que haya existido antes. Es hermoso y guarda algo arcano. Algo sobrenatural. Las luces danzan y a la vez permanecen inmóviles allí arriba. Repentinamente, el resplandor se hace más fuerte. Cada vez más. Los colores cobran más energía. Se acerca. Casi lo puede tocar. Se detuvo a escasos metros. Algo se movió entre los reflejos, como una puerta abriéndose. Entre ella se deja ver una figura al otro lado, algo que se está acercando más allá de los límites de la luz... Cada vez más, y más, y...

Despertó envuelto en sudor con los rayos del sol golpeando su rostro. La noche se había extinguido, dejándolo a merced del tirano de fuego. La boca se le había secado nuevamente, pero esta vez no tenía más agua para saciar su sed. Se puso de pie y orinó sobre la arena. Estaba listo para reanudar la marcha.

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⏰ Last updated: Feb 14, 2018 ⏰

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