Una dama triste.

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Demasiado triste, incluso para mí misma. Gracias por leer.

¿Dónde estás? Quisiera saber a qué otros labios te has marchado. ¿Qué fue de tu existencia? ¿Qué pasó con esa sonrisa tan tuya que iluminaba mi vida?

Oh demonios, otra vez no. Te necesito aquí, ahora. ¿No lo has notado? ¿No te has fijado? Tu adiós me está matando de apoco. Aunque parezca - y de hecho sea - patético, siento que no puedo librar la batalla sin ti, que no puedo abrir mis párpados sin encontrarte entre las sábanas, que no soy capaz siquiera de levantar los brazos ni las piernas sin ti a mi costado. Y que la desesperación se abre camino entre mi estómago, mi pecho y mi garganta, hasta romperme por completo, representándose en saladas lágrimas. La tristeza se esparce como veneno, busco tu presencia en otras personas, he perdido tus labios, no encuentro tus ojos, al extender mi mano no hallo la tuya. Mierda, mierda, mierda.

  ¿Y a qué lugar has acudido? ¿Eres feliz ya? ¿Ya no quieres ser aquél que compartía una historia conmigo? ¿Qué te pasó? ¿Por qué en este mismo momento en el que escribo, las lágrimas no dejan de encharcar mi rostro? ¿¡Qué voy a hacer de mí ahora que no estás?! ¿¡Cómo voy a hacerle para levantarme de este bache, sola!? Muero sin que nadie pueda acaso notarlo, acaso. Caigo sin que nadie me vea, nadie. Me derrota la vida, me vence, me debilita, me acaba por completo, me acaba. Y el dolor no me alcanza, se desborda de mi piel y amarga cada espacio que ocupo.

  Dime por lo menos cómo continúo ahora. Antes, cada que amanecía podía encontrar tu protección, podía sentirla sin tener que mirarte a la cara, en tus besos plantaba mi propia seguridad, mi confianza, mi fe de mujer. En tus abrazos aguardaban todos esos secretos que yo te relataba, todos esos momentos de tristeza y alegría, ¡ahí se quedaron, ahí se acomodaron para siempre! Para siempre.

  Amé tu ser, ese cabello azabache que era producto de mis pensamientos más pervertidos, tus cejas pobladas que se curvaban con ternura cuando me veías llegar, tus ojos negros, mi morada preferida, tus labios ligeramente rosados que siempre me recibían gratamente, siempre, siempre, siempre. Tu cuerpo, que también fue mi cuerpo, tus brazos protectores, tus piernas en las que me enredaba, tus pies, los vellos de tu pecho. Todo, ¡todo! ¿Cómo olvidarlos? ¿Cómo poder olvidar a quien amo?

  ¿Cómo desecharte a ti? ¡Con un maldito demonio! ¡Dime cómo! Para tener la valentía de arrojar tus cartas al basurero, de deshacerme de tus recuerdos; de las canciones que me escribías, de las letras que con afán me enviabas, de los besos que quedaron solos en mi cuerpo, de tu foto en mi ordenador, de las aventuras guardadas en mi cajón, de las promesas a largo plazo, de los sueños, de las ilusiones, de los planes, de los malditos tragos, de las risas, del sexo, de los arrumacos, del deseo, del amor, de todo, todo, todo, todo. 

  Por el cielo, no puedo calmar el daño, el mal que me aqueja desde que tú ya no estás más, me irrito, me exaspero, muerdo mis uñas, todo está gris, mi cabello es una maraña, mis ojos guardan bolsas negras a causa del insomnio. Pasan las horas como un verdugo maldito y voraz, se carcomen mis esperanzas, camino de arriba abajo o me encierro en mi habitación, me asomo a la ventana y creo verte llegar... Finalmente apareces, abro la puerta con emoción, todo es un espejismo, no estás, no volverás, no lo harás, no vendrás, joder, no llegarás, joder.

  Ni en la fuente de las lágrimas encuentro paz,. Es lo único que anhelo, paz. ¿Qué estarás haciendo hoy? ¿Vas a casarte tal vez? ¿Rehaces tu vida como si el pasado fuera insignificante? Desearía poder hacer lo mismo, desearía no tener sentimientos amorosos, me hubiera gustado haberme reído en tu cara, el día que partiste, y haberte dicho que estaría mejor sin ti. Al contrario, solo te vi alejarte, con mis ojos aguados y con una mano sobre mi garganta para mantener a raya los gritos de odio, desamor, depresión e incredulidad.

  Te dejé ir, no pude detenerte, no pude arrojarme a tu espalda y decirte que podíamos arreglarlo. Aunque al final, todo fue culpa de los dos. Tampoco pude ser capaz de reclamarte nada, de exigir una explicación de tu adiós, no hice nada, y carajo, me quedé callada. Callada y asfixiándome. Mientras lo asimilaba, la lluvia no se apiadaba de mí, ni el frío, ni mucho menos esa puta sensación de soledad, de abatimiento y de abandono puro. Me hice un ovillo y me quedé ahí, alimentando con mis lágrimas al pasto, aferrando mis uñas al asfalto, sintiendo en carne viva mi pobre y perdido corazón. A pesar de que después me levanté, nada pudo volver a ser igual, todo cambió y se transformó en una interminable caída. Así es esto, ahora que escribo puedo darme cuenta, sin dejar de sollozar, que la misma persona que me lastimó, es la que podría curarme. Irremediable. Necesito que alguien me guíe de vuelta a casa.

Muero…

Poesía, marea y caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora