CAPITULO III

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--¡DIOS MIO! – gemí para mis adentros – no permitas que vomite aquí por favor –  cerrando los ojos para que la luz no me moleste tanto al abrirlos de nuevo, Estaba en mi escritorio en la planta 25 de la torre de la SI. Lo único que deseaba era irme a casa y dormir.

Abrí el cajón superior buscando un amuleto para el dolor,  la cabeza me estaba matando, mierda no había ni uno ya me los había terminado todos.

La noche pasada había sido un tremendo error. Había bebido más de lo humanamente posible, tanto como para darles oficialmente mis dos deseos a Lena y a Winn. Cualquiera que sepa sobre deseos sabe que no se puede pedir tener más deseos, lo mismo pasa con la fortuna, tiene que provenir de algún sitio y a menos que desees que no te pillen, te acaban agarrando por robo.

Pensándolo en retrospectiva no lo  había hecho tan mal, al haber deseado que no me pillaran por dejar escapar a la leprechaun me había ganado el salir de la SI con un expediente limpio.

Si Lena tenía razón y ponían precio a mi cabeza lo tendrían que hacer como que pareciese un accidente y realmente no creía que fueran a pagar una amenaza de muerte resultaban caras y en el fondo deseaban que me largara.

Lena tenía un vale para pedir su deseo más tarde,  parecía una moneda antigua con un cordón para que se la colgara. Winn en cambio pidió su deseo ahí mismo en el bar y salió disparado para contarle a su esposa, pero Lena parecía no tener ganas de irse. Tenía mucho que no salía a divertirme, y creí que en el fondo de una botella iba a encontrar el valor para decirle a mi jefe que me largaba. Obviamente no fue así.

A los cinco segundos de estar ensayando mi discurso, James, abrió un  sobre saco mi contrato y lo rompió a la mitad. Luego me dijo que debería de estar fuera  del edificio en media hora. Mi placa y las esposas de la SI estaban sobre su escritorio, los amuletos que las decoraban estaban en mi bolsillo.

Mis siete años en la SI me habían dejado un desorden y memos en el escritorio,  con dedos temblorosos recogí el jarrón barato que hace meses no veía una flor, fue a parar a la basura, igual que el cretino que me lo regalo. Metí en una caja el cuenco de disoluciones, un palo de madera de secuoya le hizo compañía, estirándome un poco alcance mi agenda con mis contactos y la metí junto a la cuenca de disoluciones tapándola con el reproductor de música y mis auriculares. Los libros de referencia tenía que devolverlos, pero el contenedor de sal que los sujetaba había sido de mi padre. Lo metí en la caja, preguntándome qué pensaría mi padre de mi renuncia.

Levante la vista y mire por encima de las horribles separaciones amarillas. Fruncí el ceño al comprobar que mis compañeros evitaban mirarme. Tomando aire alcance la foto en blanco y negro de Stone, Grant y la mujer responsable de todo Sophia Watson. Estaban posando delante de un modelo de ADN, y la sonrisa de Sophia tenía el mismo misterio que la de Mona Lisa. Se podría pensar que ella ya sabía lo que pasaría. Me pregunto si fue una inframundana. Tenía la foto para recordarme a mí misma que el mundo giraba gracias a los detalles que la mayoría no veía.

Hace casi cincuenta años que un cuarto de la humanidad había muerto por culpa de la mutación de un virus, el T4 ROSS y a pesar de lo que las teorías religiosas proclamaban en la tele, no había sido culpa nuestra. Todo había empezado y terminado por la ancestral paranoia humana

En los años cincuenta Stone, Grant y Watson unieron sus mentes para resolver el misterio del ADN en seis meses. La cosa pudo quedarse ahí pero entonces los rusos robaron la información. Nunca pisamos  la luna. Usamos la ciencia para matarnos a nosotros mismos en vez de avanzar. El debate sigue siendo si fueron los americanos o los rusos. En algún lugar de los fríos laboratorios del ártico se escapó una cadena letal de ADN. Dejo un modesto rastro de muerte hasta Río de Janeiro, dónde fue identificado y solucionado, pero mientras los científicos escribían sus conclusiones en sus informes, el virus muto.

BRUJA BLANCADonde viven las historias. Descúbrelo ahora