—Muchas gracias, vuelva pronto —dije con una sonrisa una vez que le pasé la boleta al cliente.
Me senté unos segundos en un piso detrás de la caja registradora para descansar mis adoloridos pies. Sentí una pequeña molestia en mi cabeza, el ruido de la zapatería no ayudaba mucho y algo me decía que en casa sería mucho peor. Ser hija de un científico podía ser una ventaja en el colegio cuando tenía problemas con ciencias, pero ya siendo mayor una se da cuenta de los muchos puntos en contra. Entre ellos, el ruido excesivo que hacía los últimos días para terminar pronto su último trabajo, del cual no había querido dar tantos detalles, con la excusa de que era una sorpresa que cambiaría al mundo.
Un poco de mi paciencia se esfumó cuando escuché a una mujer llamarme con tono molesto. Alcé mi vista para buscar la fuente del sonido y me dirigí a ella.
—¿Sí, señora?
—Llevo diez minutos aquí y nadie me atiende.
—Lo siento mucho, en unos segundos le traigo los zapatos, ¿qué número?
—treinta y siete. Eres una negligente.
—Iré a buscarlos y volveré dentro de poco—comenté ignorando lo último—. Ahora, si no tiene otro pedido y me disculpa...
Dejé a medio terminar la oración y a la mujer con la palabra en la boca para ir a buscar a la bodega. Si algo odiaba en el mundo era a los clientes como ella, pero no me quedaba más opción que aguantar, después de todo, me pagaban por atender a personas, por muy quejumbrosas y sin respeto que pudieran llegar a ser.
Cuando la zapatería pudo por fin cerrar, ya había pasado media hora desde que supuestamente acababa mi turno. La realidad era que, por lo general, salía hasta dos horas más tarde porque, con mis compañeros, teníamos que sacar las cuentas de las ganancias del día, dejar contado el dinero, revisar si se había acabado algún modelo o número de zapato y dejarlos todos acomodados donde correspondía. Por lo general el local era un desastre a esa hora después de las mujeres que iban como tifón a ver todo lo que teníamos y se iban sin dejar nada más que el desorden que nos tocaba limpiar. Como todos los días salí arrastrando mis pies hasta la parada de buses. Era una ironía que, trabajando en una zapatería con buenos modelos mis zapatillas fueran tan duras como el cemento. El viaje a casa no era tan largo, veinte minutos en los que luchaba por no quedarme dormida sentada ni de pie, que era como me iba casi siempre. Subí en el ascensor hasta el piso siete donde vivía con papá y con voz algo débil avisé que había llegado.
—¿Qué tal tu día, Kemi? —preguntó desde la habitación en la que trabajaba.
—Agotador.
—Qué pena... hay comida en el microondas.
—Ya.
Como la mayoría de las noches, cené en silencio yo sola en la mesa para dos de la cocina. Lo único que escuchaba eran los ruidos que hacía papá en su especie de oficina a la que pocas veces había entrado. Nunca me llamó mucho la atención lo que hacía, prefería pasar tiempo con mamá aprendiendo a cocinar o viendo alguna película, cuando aún la tenía para compartir conmigo.
Preferí alejar los pensamientos negativos lavando la loza sucia, cuando terminé ya eran las once de la noche y papá seguía trabajando en su nuevo proyecto. Creí que no sería bueno interrumpirlo, él ya me había dejado bien claro antes que nunca era un buen momento para sacarlo de sus quehaceres, por lo que me fui a acostar, durmiéndome en el momento que mi cabeza tocó la almohada. Fue una noche sin sueños y, al menos para mí, corta. Era como si en un parpadeo ya hubiese tenido que levantarme para ir a la universidad. Desayuné en la mesa de la cocina yo sola y salí del departamento sin hacer mucho ruido. Papá seguramente estaba durmiendo luego de un largo día y parte de la noche encerrado en su habitación de trabajo.
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Inolvidable
Teen FictionLuego de la muerte de su madre, Kemi pasa los días de forma rutinaria, estudiando y trabajando en una estresante zapatería para ayudar en la casa, sintiendo el peso de la soledad debido al trabajo como científico de su padre, el cual lo mantiene ocu...