»veintiuno.

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Contrastes de dolor y felicidad.

El cielo estaba teñido de un azul un poco oscuro, cargado con los efectos remanentes de la noche, pero no era difícil darse cuenta que el amanecer no tardaría en asomarse, pues cada vez había más claridad natural iluminando la ciudad. La típica brisa matutina la hacía temblar un poco, pero sus ganas de ingresar al interior de su apartamento para buscar el pantalón del pijama y ponérselo, para así lograr que el frío dejara de filtrarse por sus piernas descubiertas, eran escasas y casi inexistentes. De ninguna manera iba a abandonar su balcón, y mucho menos cuando Jazmín se encontraba detrás suyo, abrazándola y aferrándose a su cintura, con su mentón apoyado levemente sobre su hombro, impregnándola con su suave perfume de vainilla, y generándole la cálida sensación de la preciada compañía que siempre le había hecho falta, y que ya amaba y necesitaba. Por lo que debía conformarse con el holgado buzo encargado de vestir su torso semi desnudo, que le llegaba hasta un poco debajo de su cadera, logrando cubrir la mitad de su ropa interior. Y no le molestaba para nada.

Posó sus ojos en las sombras de los edificios dibujadas en las calles. En las hojas caídas sobre la vereda, las cuales abrigaban al suelo, pues eran finales de marzo y los árboles ya comenzaban a mudar sus pieles. También en el gato blanco, sentado pacíficamente en el techo de uno de los autos que se encontraba estacionado a la par del cordón blanco de la acera (a veces se reía cuando pensaba en la facilidad que tenían esos felinos para encontrar comodidad en los lugares y situaciones más inusuales. A veces también los envidiaba). Escuchó el sonido del fuerte frenado accionado por un coche, el cual posiblemente ya había generado un gran trazo negro de su presencia sobre el pavimento.

Y sonrió.

Durante mucho tiempo se había preguntado cuál era su propósito allí, en la gran ciudad, y solo tal vez, en el mundo en general. Había pasado demasiados años de su vida vagando por las veredas, las calles, la soledad, el abandono, que en un momento había llegado a considerar seriamente que todo era eterno. Las veredas, las calles, la soledad y el abandono. Porque no tenía un propósito, un por qué, una causa para estar allí. Nada, o por lo menos muy pocas cosas parecían serle lo suficientemente importantes, divertidas, o especiales. Por momentos disfrutaba la vida, desde luego. Reía a más no poder, se alegraba, triunfaba. Pero era eso nada más; momentos. Su regocijo se dividía y se definía por los momentos que lograban rescatarla aunque fuera por un par de horas de la realidad que la perseguía día a día con cada paso que daba. Nunca era algo constante, algo permanente. Algo que la impulsara a ser más.

Ahora sí lo era.

Porque había encontrado a Jazmín.

Y de repente, todo tenía sentido, todo cuadraba. Todas las horas que había caminado por las veredas infinitas, la habían guiado hacia ella. Todo el vacío que sentía en su interior, había permanecido de aquella manera, vacío, intacto, esperando a ser llenado por Jazmín. Todas las horas que había pasado refugiada en la oscuridad, la habían guiado hacia la luz de sus ojos, pues cuando todo se vuelve oscuro, se pueden ver las estrellas. Y Jazmín era la estrella más brillante de todas, (aunque también era el sol y la luna) en el cielo de Florencia.

Y así aprendió a ver la belleza en la ciudad (en muchas cosas más también, como por ejemplo, en ella misma, pero no es el caso), a apreciar cada uno de sus detalles, de sus imperfecciones. Recoleta. Palermo. Boedo. El balcón de su departamento. Le daba lo mismo, no importaba dónde estuviera, siempre y cuando fuera junto a Jazmín. Siempre y cuando existiera en el mismo lugar que ella, y en el mismo momento. Siempre y cuando la hiciera sentir.

Sentir.

Ser libre.

Sentir que era libre.

Gateway Drug. || FLOZMÍN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora