En el centro de un amplio océano, una ballena intenta encontrar a alguien. Sin importar cuánto gritase, el hecho de que nadie pudiese escucharla, se sentía amargamente solitario. Cansada de gritar y esperar a que alguien apareciese, cerró su boca e intentó convencerse de que no le importaba, de que estaba bien.
La soledad se detuvo ante ella, y con el paso del tiempo, ese sentimiento, esa sensación, se hizo completamente visible. Comenzó a sentir cómo se ahogaba en el agua salada de esa inmensidad submarina, como si se encontrase confinada dentro de una pared en el centro de una isla desaparecida del mapa.
Sentía deseos de volver al mundo pero, al mismo tiempo, temía que se tratase de una relación como el agua y el aceite, algo imposible de ser mezclado. Como dos ballenas totalmente distintas hablando en idiomas completamente diferentes. Ballenas procedentes de galaxias lejanas.
Así que se quedó allí, por miedo, en ese oscuro y solitario océano, en donde se sentía a salvo y desprotegida al mismo tiempo, en donde la monotonía del día a día la envolverían como el Sudario de Turín.
Pero esa ballena no era una ballena, y ese océano no era un océano. Ambos no eran reales. Ambos habitaban en el interior de una misma persona.