1. Battement en Rond

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Versión re-acondicionada: enero 2020.

Tenía sueño, apoyaba mi cabeza contra el cristal, observando pasar el denso tráfico matutino

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Tenía sueño, apoyaba mi cabeza contra el cristal, observando pasar el denso tráfico matutino. Solía perderme en mis pensamientos durante los treinta minutos que hacía de casa al colegio, tanto, que ni siquiera me importaba el peso de la señora gorda que me aplastaba con uno de sus gigantescos brazos. Claro, era la sección de mujeres del metrobús, sí, ahí, en donde la ley que dice que «dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio» no parece surtir efecto. Y qué decir si intentaba quejarme, seguro recibía un codazo por su parte. Bueno, por lo menos tenía lugar, había días en los que ir de pie se convertía en una odisea para evitar que los viejos verdes se acercaran por mi espalda con fines poco éticos y lujuriosos. Pero es lo que había, esa era mi vida.

Cursaba el último año de la preparatoria. Mis calificaciones no eran las mejores, pero mamá entendía. Sólo éramos ella y yo, y aun así sentía que nunca me había faltado nada. Bueno, nada, a excepción de sentido en mi vida. La gente dice que así es la adolescencia, pero yo no estoy tan segura.

—Con permiso —le dije a la señora gorda, un semáforo antes de llegar a la Glorieta de los Insurgentes.

Puso mala cara y, con todo el esfuerzo que un mastodonte podría hacer, movió su brazo unos centímetros para que pudiera pasar. Observé el minúsculo pasaje que quedaba entre su corpulencia y el asiento delantero. Suspiré. Con esfuerzo, contuve la respiración para contraer mi abdomen y obligué a la parte inferior de mi cuerpo a traspasar el negligente hueco que me había hecho.

—¡Ay niña! Ten cuidado, ¡fíjate! —me dijo, cuando mi cuerpo se cobró el espacio que no me dejaba. Juraría que hice pop al escapar de la prisión que generaban sus carnes.

—Disculpe —respondí sin alevosía, al sentirme como un huevo saliendo de la gallina, por no hacer alusión a la otra sustancia que emana de la cloaca de las mismas.

Me hice camino entre la gente, abriéndome paso entre una maleza que se quejaba al contacto, igual que un coro malhumorado. «Ay», «ey», «no», «au». Una marabunta de codos poco amistosos amenazaba con impedirme llegar a mi destino, sin embargo, ¡sobreviví! Y llegué a la salida intacta.

Las puertas se abrieron y fui arrastrada por la oleada de gente que abandonaba el transporte. Apenas pude, escapé del flujo y tomé mi propio camino a paso más lento. No tenía prisa por llegar.

Crucé el torniquete y salí de la estación. La Glorieta de los Insurgentes era una rotonda vehicular que albergaba dos estaciones de metrobús, una de ida y otra de vuelta. Estaba atestada de personas por la hora, fluyendo como un río lleno de preocupación, malhumor e hipocresía. Adultos que se dirigían a sus aburridos trabajos, o estudiantes, como yo, que teníamos que cumplir condena en las aulas de clase. Los observaba mientras caminaba lejos de ellos, suspirando porque algún día iba a tener que formar parte del río de la infelicidad —como me gustaba llamarle—. Sí, esa era yo, resignada ante la vida y lo que podía esperar de ella.

Esclava de la Realidad: Legado del AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora