11. Antes del Festín

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Sin llaves, sin gotera y con una condena inminente, me sentía destrozada

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Sin llaves, sin gotera y con una condena inminente, me sentía destrozada. Ya no podría continuar, todos mis esfuerzos habían sido en vano. Me sentía fatal. Estaba de nuevo como al principio.

Dejé pasar el tiempo sin poder contarlo, tirada en el piso, junto a mi rata muerta. Ya ni siquiera podía usarla para mi propósito original, tenía pensado arrojarla en la habitación donde tenían a Mateo para que la peste sacara a los guardias por un momento. Deprimida, me quedé dormida por un día entero, lo sabía porque voz grave volvía a realizar su ronda con empeño, y sólo hacía eso en la primera del día. Dentro de poco llegaría voz aguda para llevarme de nuevo a la cocina. Ya no era dueña de mi destino, otra vez era una prisionera. Debían quedarme unas 18 000 gotas, lo sabía, pero ya no podía contarlas. Ya no se escuchaban.

Cuando llegó la hora de mi alimento no comí. No tenía ganas, ¿para qué? Si pronto iba a ser irrelevante. El jugo de zanahoria y la ensalada de pollo con papas se quedaron en el suelo, en perfecto estado, esperando por mí.

Estaba pensando, dando vueltas a todos los acontecimientos que habían tenido lugar en los últimos días. Mateo quizás se había jugado el pellejo para conseguir abrir mi celda una noche, para dejarme huir, y yo no había sabido corresponder a su ayuda. No había salido, y tampoco podría liberarlo ahora. Era una tonta, ¿quién me había creído? Era imposible salir. Le había fallado, pero más importante, me había fallado a mí misma.

Voz grave terminó su cuarta ronda del día, una más y todo habría terminado, me comerían y me llevarían a otro sitio. No volvería a ver a Mateo, ni siquiera al Cocinero que, con todo su sadismo y obsesión, era el único que me llamaba hermosa y me mantenía bien alimentada para que no perdiera mi buen sabor. Sus motivos podían ser malos, pero, ¡eh! Su comida de verdad era fabulosa, y entre los males significaba alegría.

Giré mi cabeza para ver el plato de alimento. Apetitoso. Suspiré. ¿Y si era la última vez que podría comer? Quizás no debería ser tan orgullosa. Ya sabía que esta gente no me dejaría morir, pero, ¿en qué condiciones me tendrían en Bagdad? Lo que voz grave dijo no fue precisamente motivador.

Me acerqué al plato y comencé a comer. Hacía mucho que el carcelero ya no masticaba mi comida, lo había dejado cuando vio que no me importaba. El sabor era único, exquisito. El pollo y la ensalada hacían juego a la perfección, combinándose en sabores que nunca antes había probado. Se notaba que era preparado con cariño, cuidado y profesionalismo. La comida siempre llevaba implícitos los deseos reales del Cocinero para que me fortaleciera. Y funcionaba, la comida me daba energía y la medicina me curaba. El ballet diario me había permitido recuperar algo de la fuerza física y, aunque mi mente había sanado un poco gracias al sentimiento de poder que las llaves me daban, ahora todo eso era inútil.

Esclava de la Realidad: Legado del AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora