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Ya no aguanto más. Siempre me he dicho que sí. Por mi madre de la que ya no sabía nada. Por mi.

Esta vez mi padre había roto unos platos y empujado unas estanterías. No sé que pensarán los vecinos.

Y voy a denunciar. Por la tortura a la que nos ha sometido todos estos años. Pero las fuerzas me fallan y me tengo que sentar en las escaleras de la entrada. Y lloro, lloro mucho.

Tanto que no aprecio que la vecina de la casa de al lado se arproxima. Apenas la puedo escuchar cuando me da la mano y me dice que todo va a salir bien. Tampoco cuando me llevan a la oficina y cuento todo mientras los agentes me miran fijamente.

Y ahora, de nuevo en le entrada me se que sí, que me ha ayudado. Al igual que su familia. Mi madre vendrá mañana. Hablamos, y solo así consigo tranquilizarme. Cuando se despide noto que sí, que todo va a mejorar y siento las ganas de gritar su nombre y darle las gracias una vez más.

Porque parece que sin conocerme de nada haya sido capaz de entederme a la perfección. Y cuando sube las escaleras hacia su casa algo cae de su bosillo.

"Hola.

No voy a decir quién soy porque probablemente no te importe."

Ahí, al ver mi caligrafía algo borrosa llamo a su puerta. Y cuando le entrego esa hoja de papel que encerré en una botella y nos abrazamos sé que no estoy solo, que le importo y que alomejor, solo alomejor, es el momento de encontrar mi pieza.

La botellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora