La llegada

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Keith dejó caer de mala manera su bolsa de deporte negra sobre el suelo del salón de Shiro. Era evidente que no deseaba estar allí. Él ya no era un niño, tenía 14 años, y podía valerse por sí mismo en las calles. ¿Cuál era el problema? ¿El dinero? Dejaría los estudios y se pondría a trabajar. Sabía un par de cosas sobre mecánica y coches, seguro que no tardaba nada en coger el tranquillo y en un par de semanas ya estaría cambiando bujías y carburadores por algún taller.

Pero la ley no iba según sus deseos. No sólo era menor de edad, no tenía la edad para trabajar. Y el único pariente que tenía era su padre y le había abandonado de la noche a la mañana. 

Así que allí se encontraba, en una gran casa, que ni en sueños su padre hubiera podido pagar, con un hombre de unos cuarenta y tantos llamado Shiro, al que parecía que le debía la vida por haberle sacado del antro en el que vivía y lo había acogido en su hogar. Pero ni de broma iba a hacer eso. Él no había pedido nada, y menos compartir su vida con unos pijos adinerados. La gente rica era lo que Keith más despreciaba. Mientras él había crecido en un piso diminuto en el que le cortaban la luz cada dos por tres, viviendo de las ofertas del súper y haciendo ejercicio en invierno para entrar en calor, esa gente vivía rodeada de comodidades que no les había costado el sudor de su frente.

La amable voz de Shiro le sacó de sus divagaciones.

- Y esta es mi casa.- Sonrió enunciando lo obvio. 

Keith sólo se encogió de hombros mientras seguía con la inspección. Un televisor de 43 pulgadas con consolas en el mueble de abajo y un cómodo sofá cheslong en frente, una biblioteca repleta de libros de medicina, una mesa suficientemente ancha para 8 personas pero con sólo 6 sillas de piel rodeándola. Y a su lado derecho, iluminando dichos muebles, una pared totalmente acristalada con una puerta de madera que daba a una terracita con una mesa metálica y un gato anaranjado encima. Keith no pudo evitar silbar con cierto sarcasmo, aunque estaba verdaderamente asombrado. A aquella casa sólo le faltaba una piscina para ser como la de las películas.

- No está nada mal, ¿eh?- Escuchó una voz a sus espaldas.

Se giró y se encontró a un chico moreno en el marco de la puerta. Era más alto que él, con el cabello castaño y ojos azul oscuro y vestía de manera sencilla, con unos tejanos, unas zapatillas blancas y negras y una camiseta roja de mangas largas.

- ¿Tú eres Lance?- Preguntó con desdén, recordando la charla que había tenido con Shiro de camino a la casa.

- El mismo que viste y calza.- Respondió con una sonrisa socarrona.

- Chst.- Chistó Keith haciendo rodar los ojos. Su primera impresión de Lance no había sido muy buena.

- ¿Porqué no le enseñas la casa?- Sugirió Shiro, intentando acercar a aquellos dos adolescentes, en apariencia tan dispares.

- Vale, ven.- Exclamó Lance lleno de energía, cogiéndole de la muñeca a Keith.- ¡Te enseñaré mi habitación!- Keith se soltó la mano con un movimiento brusco.

- No me toques.- Musitó Keith de mal humor.

- Vale, vale.- Respondió el otro levantando las manos y enseñando sus palmas, con una sonrisa incómoda que alternaba entre Shiro y el pelinegro.

Keith se cruzó de brazos y bajó los hombros, curvando ligeramente la espalda hacia adelante. Shiro se rascó la cabeza, rumiando si irse para resolver unos asuntos pendientes, como había pensado en un inicio, o si quedarse para intentar mediar entre los dos.

- Vamos al piso de arriba.- Insistió Lance, quien aunque se empezaba a cansar del desinterés de Keith, había compartido casa con suficientes compañeros como para entender que el primer día nunca es fácil.

Inefable IdiotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora