CAPÍTULO TREINTA Y DOS

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—¿Segura que no pasa nada? —vuelve a indagar, haciéndole señas al primer taxista libre que transita por la avenida—. Te quedaste tan pálida de un momento a otro, que me preocupa.

Con la mirada perdida en la acera de enfrente, solamente me limito a contestarle con un apenas audible "sí, no pasa nada". Sé que a Bruna no se le escapa ningún detalle; que justamente ahora, que mis ojos se centran en ella y su forma lenta de subir al automóvil, está fingiendo alegría y esa seguridad que arrasa con lo que tenga delante.
Estoy plenamente convencida de que espera a llegar a la casa, para empezar con sus preguntas.

—Señor —dice, cuándo me acomodo a su lado, abrocho el cinturón, y le coloco el seguro a la portezuela trasera—, Via del Corso; entre Borgognona y Frattina. Puede tomar la principal hacia la Plaza Silvestino, de allí son pocas cuadras, dos o tres —se remueve en el asiento, y mientras el chófer, tras un educado asentimiento pone en marcha el taxi, me observa—. ¿Comenzamos nuestra charla?

Suspiro y mis ojos se detienen en el paisaje a través de la ventanilla. A medida que el automóvil avanza aumentando la velocidad, noto que el centro de Roma no ha perdido su encanto; un encanto místico que viene de épocas antiguas, y que todo sigue prácticamente igual. La gente caminando de acá para allá. Las plazas colmadas de niños. Sus madres y padres conversando animadamente. Los centros comerciales, locales, restaurantes, y la fachada rústica de cada casa que veo, se mantienen igual que hace tres meses atrás. Sólo yo me siento un sapo de otro pozo. Sólo yo me torturo por dentro, al pensar cuánto me va a costar acostumbrarme a mi ciudad de nuevo.

—Nicci —musita, tocándome el antebrazo con cautela y sobresaltándome.

—Perdón —me disculpo—, pero preferiría hablar en un sitio dónde el aroma a cuero, a rancio y a vainilla no me produzca ganas de vomitar —volteo en su dirección y simulo una mueca de auténtico asco. Si bien estoy sumida en mis propios pensamientos, la fragancia nada agradable que envuelve el coche es mi argumento ideal, para mantenernos en silencio hasta llegar al porche de su casa.

Y no por Bruna o sus ansias de contar lo que ocurrió en el tiempo estuvimos separadas; sin saber demasiado la una de la otra. No es por ella, no; es por mí. Porque una vez suelte la sopa no voy a poder parar. Voy a querer llorar, gritar, o reír. Y sinceramente, estallar de esa forma dentro de un taxi no es lo que deseo.

—¿Sabes? —cuestiona de repente, achinando la mirada—. Necesito comprender qué fue lo que sucedió contigo, o con el sujeto, del que no quisiste mencionar su nombre; el motivo de tus mensajes tan cortantes, esporádicos, y poco comunicativos; y el porqué te mantuvieron presa en Arabia Saudí.

Parpadeo, y una punzada de angustia me atraviesa el pecho —Cautiva —corrijo, imaginando inmediatamente a Rashid—Cautiva es la palabra adecuada. Primero, fui su cautiva; después, la paciente que requería tratamiento psicológico; y por último, ya no fui nada.

—Siento que me duele la cabeza sólo de intentar unir tus textos, con ésto que dices, y con lo que idealiza mi cerebro —resopla—. Me parece que tendré que comprar una buena botella de vodka, tequila o mezcal para organizar mis ideas y escucharte.

Me da la espalda y se pone a observar el paisaje urbano.

En resumidas cuentas, aunque Bruna cambió su personalidad, y su aspecto físico, continúa tomando, es evidente. Ella continúa aferrándose al alcohol para salir a flote. Quizás en menor proporción, comparándose con mi situación, pero eso no me hace sentir menos culpable o responsable; ya que, mientras me daba la gran vida en Arabia, mi mejor amiga batallaba sola contra sus demonios, sus terapias, o sus avances en el estado de salud, y creo que analizándolo fríamente no resultó victoriosa en la lucha.

Al Mejor Postor © (FETICHES I) ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora