CAPÍTULO DIEZ

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La piel se me eriza al oírle decir aquello que suena más a amenaza, que una advertencia.

Relamo los labios y evitando responder levanto la taza, la coloco a la altura de mi boca y desafiándole con la mirada, doy un sorbo al té.

—Lo que su majestad ordene. —Ironizo entre siseos que chocan con la cerámica blanca del recipiente.

Delicadas piezas de té, con preciosas flores de loto doradas pintadas en ellas.
Pocillos, tetera, platos y platillos que me encantaría lanzarle directamente al rostro.

—Conmigo déjate de sarcasmos, porque no funcionarán —Dice indiferente, inclinándose hacia adelante con la sola intención de amedrentarme. — No quiero que hagas nada estúpido, Nicci. —La distancia se acorta y mis piernas empiezan a temblar de forma casi imperceptible. Está logrando su cometido, la proximidad, el aliento golpeándome las facciones y, su tono de voz bajo pero autoritario, consiguen apabullarme. —Recuerda que es mi casa, y si se te ocurre la loca, muy loca idea de huir, encontrarte tan sólo chasqueando los dedos será pan comido.

Lentamente deposito la taza en la mesa y me recargo en la silla de mimbre.

Lo nuestro, tal parece ya no es un lazo de captor y cautiva., sino un frente de batalla abierto. Una puja de poder. Una pelea constante donde yo tengo las de perder.

—Sé el lugar que ocupo aquí. —Resuelvo tajante, disimulando el nerviosismo —Soy tu nueva adquisión. —recalco desdeñosa—. Tu objeto. Tu trofeo. Tu mascota.

Niega varias veces y en su rostro de pómulos prominentes, nariz aguileña y mirada penetrante se forma una enorme sonrisa.
Una radiante mueca que muestra su perfecta hilera de blancos dientes.
Un gesto que delata felicidad y a su vez, cierta malicia.

—¡No aljamal! —Corrige largando risitas roncas, masculinas, estremecedoras. —Ninguno de los ítems que mencionaste es el correcto.

Hinco las uñas en la carne de mis muslos, allí dónde él no puede ver y rasguño mi piel, descargo la rabia que su sola presencia me provoca. Que su actitud pedante me provoca.

Puesto que con honestidad, estoy siendo tratada de la mejor manera y con la mayor cortesía existente, a pesar de estar privada de mi libertad y, de haber pisado Arabia bajo circunstancias desfavorables.

Me secuestró, sí, pero aún encerrada y con mis alas rotas, no es la situación puntual lo que me irrita, sino su carácter. Su carencia de tacto, de amabilidad para conmigo.

El desdén genuino que aprecio en sus brillantes ojos negros cuando me observa, el veneno que emana de su garganta cuándo me habla, o simplemente el repelús que le aborda cuándo tiene que dirigirse a mí.

Todo, ¿por qué? Por ni siquiera saber que existía. Por pasarme de copas y olvidar que afuera del antro, también había algo llamado mundo.

Y no es mi culpa, o quizá en parte sí., pero lo lógico sería que no me odiara por eso, si tan interesado estuvo durante éste tiempo, ahora que me encuentro delante suyo lo más coherente es que me cuente porqué yo, porqué yo ocho años atrás y, porqué sigo siendo yo en éste preciso momento.

Reprendiéndome mentalmente tras suponer que Rashid podría visualizarse de una forma que no sea con mezquindad, egolatría y soberbia, agacho la cabeza y, deslizando las retinas desde el labrado del buró hasta la varonil anatomía, escupo —Entonces dueño de la verdad, dígame, ¿qué lugar ocuparé aquí?

Alza el mentón filoso, cubierto de barba bien delineada y esboza una media sonrisa victoriosa —El de mi mujer, habibi. —Destaca pronunciando otra palabra en su lengua natal que no logro comprender. —A partir de ésta noche y, entre las paredes de ésta casa, tú ocuparás el lugar de mi mujer, a mi lado. —Puntualiza mordiéndose suavemente el labio inferior. —Siempre a mi lado, habibati.

Al Mejor Postor © (FETICHES I) ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora