Dos piezas de malas nuevas, un avemaría y un padrenuestro

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Estaba destrozada, la silla en su trabajo era la cosa más incómoda desde la invención de la silla eléctrica y sus ojos ardían cual carbones encendidos después de ocho horas forzándolos a leer las interminables fichas de libros prestados y devueltos y de obligarlos a sufrir el helado resplandor de la computadora en aquella oficina pobremente iluminada en el sótano de la biblioteca de la Universidad Italo-Mexicana Campus Monterrey.

Por fortuna, hacía cosa de dos semanas que había logrado dejar la Casa del Catedrático y se había conseguido una recámara en una casa de huéspedes; un poco más lejos del campus, pero ligeramente más amplia y mucho mejor ventilada que la habitación casi espartana en aquel estéril edificio donde la universidad albergaba a los profesores, nacionales o extranjeros, que visitaban el campus en programas de intercambio para dar clases durante uno o dos semestres.

Aunque la nueva casa era relativamente grande, el ambiente era tibio y acogedor; establecida por la dueña, doña Ruth, específicamente para mujeres solas, de preferencia estudiantes o maestras de la universidad, en la casa no se permitían niños ni mascotas y las visitas estaban prohibidas después de las ocho de la noche. Había seis habitaciones en renta, pero sólo cinco estaban ocupadas en aquel momento y, si así lo querían, las inquilinas podían comer ahí mismo, a un precio bastante razonable, o hacerlo fuera.

—¡Buenas noches, Venusita!— don Óscar, esposo de doña Ruth y el único hombre en la casa, saludó a Venus con aquel acento regiomontano tan característico, brusco casi siempre, pero franco y abierto —¿Qué tal su día? ¿Cena con nosotros?—

—Bien, don Óscar, gracias. Solo dejo mis cosas y bajo al comedor— respondió ella con una media sonrisa, sin dejar de caminar a su recámara.

—¡Ah, qué Venusita! ¡Que ya le dije que no me diga "don", con el Óscar basta y sobra!— reclamó el anciano con una sonrisa tan grande que en ella no cabía malicia alguna, sólo un auténtico deseo de amistad —Por cierto, la estuvieron llamando, una tal... profesora... López Alanís, creo que es gachupina, ¿le habla desde España?—

—No, do... Óscar, desde México, es una ex compañera de trabajo—

—¡Ah, bueno! Puede usar el teléfono del recibidor, pero primero se me viene a cenar. Lo que sea que sea, no puede ser tan importante como pa' que ande por ahí con hambre ¿qué no?—

—Claro que sí, enseguida bajo—

Venus dio media vuelta y con paso cansino terminó de subir las escaleras rumbo a su habitación, preguntándose qué podría necesitar su colega, quizá fuera algo relacionado con la tesis de Jorge. Desde su "exilio", la catedrática nunca le había llamado y Venus sospechaba que la culpaba por la suspensión del muchacho, así que era muy poco probable que fuera una llamada amistosa o de cortesía.

***

—¡Ay, maestra! ¡Una tragedia, maestra! ¡Una tragedia!—

La voz, toda dolor y angustia, de la maestra López Alanís golpeó a Venus directo en el corazón y le provocó un mareo tan fuerte que la derribó en la silla junto a la mesita del recibidor.

—¿¡Es Jorge!? ¡¿Le pasó algo a Jorge?!— alcanzó a contestar en un jadeo, mientras se aferraba al auricular como si estuviera tratando de exprimirle aquel "no" que le urgía escuchar.

—¡No, no, maestra! Jorge está bien, el chico está bien. Son su mamá y su hermana—

Más tarde, Venus se sentiría terriblemente avergonzada al recordar el enorme suspiro de alivio que le salió desde el fondo del alma al saber que él estaba bien, sin detenerse a pensar que la mínima cosa que le hubiera pasado a su mamá o a su hermana lo habría destrozado igual o peor que cualquier accidente o desgracia que pudieran ocurrirle a él mismo.

—¿Su hermana? ¿Qué ocurre, acaso ya...?—

No pudo terminar la pregunta, era casi imposible pronunciar la palabra "muerte" cuando se trataba de una niña de 10 años, incluso aunque se tratara de una cuyas esperanzas se habían agotado.

—Es mejor que venga, maestra. Hay cosas que no se pueden decir por teléfono, pero nuestro muchacho la necesita. Apresúrese—

—Salgo en este mismo momento— avisó Venus al tiempo que se levantaba —y... Bertha...—

—¿Sí?—

—Dígale que voy en camino... y... y que lo amo—

—Así lo haré—

Pero era un camino largo, entre 10 y 12 horas si conseguía un autobús directo y casi 20 si se tenía que ir "puebleando". ¿En avión? Solo si una línea de bajo costo tenía vuelos después de las 11 de la noche de un miércoles (eran las nueve y el aeropuerto estaba a casi una hora en taxi) y si acaso había asientos disponibles.

***

Jorge se sentía curiosamente denso, pesado, avanzando con pies de plomo a través de una realidad que, por el contrario, se percibía falsa, fantasmal y oscura, terriblemente oscura y tan fría como aquella vez que se quedó atrapado cinco minutos en el congelador del supermercado.

Sus manos se sentían rígidas, duras, como de barro, agrietándose y desmoronándose mientras, mecánicamente, saludaban a decenas, quizá incluso cientos de personas (¿o serían fantasmas?) que intentaban abrirse paso hasta la salita a sus espaldas, donde dos féretros yacían uno al lado del otro como un par de monolitos que hubieran brotado de repente en medio de la modesta estancia.

"Mis condolencias, bro, y ya sabes, lo que se te ofrezca, estamos para ayudar"

Aquella voz sonaba tan irreal que Jorge dudaba de su existencia o quizá era él quien no existía; como fuera, una media sonrisa se abrió paso a través del cartón-piedra en el que se había transformado la piel de su rostro y sintió cómo su cabeza se movía arriba y abajo, en un gesto cuyo significado ni siquiera atinaba a comprender.

"Gracias, pásenle, por favor ¿quieren un café o un té? Ahí hay, en aquella mesita. También hay pan y galletas, si gustan"

Voces y más voces, zumbando por todos lados, como en una colosal colmena y ahora aquella, en particular, resonaba adentro de su cabeza, tan distante y tan ajena como todas las demás, pero tan cercana que podía distinguirla incluso a través del incesante barullo de susurros y llanto, de avemarías y padrenuestros que se repetían incesantes, una y otra y otra vez hasta que las palabras perdían todo significado.

Y por debajo de esa coraza que lo anclaba a una tierra que parecía hundirse cada vez más bajo sus pies, Jorge se sentía hueco, vacío, despojado de toda sustancia, insípido como un guiso sin sal o como un café sin "piquete".

Ni siquiera recordaba si había llorado o no, tenía la impresión de que sí, porque doña Juanita, la del 10, se paró de repente frente a él y le limpió la cara y la nariz con una servilleta, mientras ella misma no paraba de llorar y de gemir, cubierta la cabeza cana con un velo de encaje oscuro, y las manos manchadas por la edad retorciéndose alrededor de un rosario cuyas cuentas no paraban de correr a través de dedos temblorosos y arrugados.

La gente entraba y salía incesante, algunos tan rápido que Jorge los recordaba apenas como un borrón de claroscuros y algunos otros tan despacio que parecían haberse fundido con el trasfondo de una realidad que a él le parecía más y más lejana, como un tren que se alejara más rápido a cada segundo, mientras él seguía anclado en aquel punto junto a la puerta de su casa, escuchando las oraciones que se elevaban desde el interior.

"Ave María llena eres de gracia / el señor es contigo / bendita tú eres entre todas las mujeres / y bendito es el fruto de tu vientre Jesús."

Sin saber cómo, Jorge de repente se encontró con una taza de café en la mano y, casi enseguida, una voz grave y pastosa, que se esforzaba para hablar sin arrastrar las palabras, le dijo por lo bajo: "ándele mi Jorgito, ya sabe, pa' todo mal: mezcal" al tiempo que dejaba caer un abundante chorro de algo en la taza.

El primer sorbo fue el difícil, el espíritu fuerte, candente, de la bebida le abrasó la garganta y se abrió paso hasta un estómago que no había probado bocado en más de 24 horas y que recibió el líquido como una especie de maldición/bendición que muy pronto comenzó a extenderse a cada centímetro cúbico de su cuerpo y a cada rincón de una mente que ya de por sí había comenzado a fugarse.

La oscuridad se lo tragó y el silencio lo envolvió como una mortaja...

Sabores del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora