Un chorrito de ella, una pizca de él

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La lluvia era estúpidamente torrencial y el pobre Jorge luchaba a brazo partido para conservar la integridad estructural de la bolsa del pan. Maldita la hora en la que se le ocurrió decir "papel" cuando la empleada le preguntó "¿Papel o plástico?". Para colmo, llevaba casi 10 bolsas más con ingredientes que necesitaría para el taller de cocina asiática.

El trato con Venus marchaba tan bien como podía esperarse. Aunque habían pasado apenas dos semanas desde aquella primera reunión, la maestra prácticamente había terminado con todo el material que él le había entregado, que era todo el pre-proyecto de tesis que debía presentar a la Coordinación de la Facultad de Gastronomía y el cual, de ser aprobado por el coordinador de la carrera, debería convertirse, después, en el proyecto propiamente dicho, que debía presentar a la Dirección de Tesis y Titulación de la universidad.

El primero de todos esos engorrosos trámites, la firma del coordinador Agustín Monroy, era algo prácticamente asegurado; él también había sido alumno (cuando los estudiantes todavía escribían con un punzón en tablillas de cera) de la maestra López Alanís, de modo que la resistencia a aprobar su pre-proyecto debía ser prácticamente nula.

Lo otro, es decir cumplir su trato con Venus, era lo que le había resultado bastante más complicado. El acuerdo había sido que él le llevaría comida dos veces por semana y efectivo cada vez que terminara una parte del trabajo; no obstante, Jorge había sobreestimado sus recursos, pues aunque el gasto en material e ingredientes era algo que de todos modos tenía qué hacer, nunca calculó que "estirar" los resultados para que alcanzaran para cuatro personas (su mamá, su hermanita, él mismo y, ahora la maestra Venus) fuera a resultar tan difícil.

Y era difícil por el hecho de que sus calificaciones dependían de ello y no podía simplemente "echarle más agua a los frijoles"; sabor, textura, consistencia y presentación eran cruciales si quería mantener su promedio, del cual, a su vez, dependía su beca en la Universidad Italo-Mexicana, una de las mejores no sólo de la ciudad, sino del país.

Así las cosas, el pobre Jorge había tenido que hacer gala de ingenio y "resourcefulness" para mantener la calidad de sus platillos y, a la vez, hacerlos rendir el máximo posible.

—¡Hola, amá! Ya llegué.

—¡Hola, corazón! ¿Cómo te fue? ¿Conseguiste todo lo que necesitabas?

Una mujer pequeña, de cabello salpicado de gris y manos maltratadas por una vida más que difícil, pero de rostro amable que se iluminó sólo de escuchar la voz de su hijo, se asomó de una puerta al fondo del diminuto departamento.

—¡Pero mira nada más cómo vienes! Estás todo empapado, mejor cámbiate rápido, no te me vayas a resfriar.

—Sí, ahorita me cambio, no te preocupes —Jorge depositó un beso en la ajada mejilla y luego dirigió la vista hacia la destartalada mesita de madera y herrería que hacía las veces de comedor, donde una diminuta figura se entretenía dibujándole bigotes a las fotos de una vieja revista de espectáculos —¿Cómo está la nena? ¿Fueron a su terapia? ¿Qué les dijo el doctor?

Un gesto de triste resignación tiñó de gris el rostro de doña Guadalupe, mientras asentía a la pregunta.

—¿Qué nos van a decir, m'hijo? Sigue igual.

Con cuidado, Jorge dejó las bolsas con el mandado sobre la mesita y con más cuidado todavía, casi como si temiera romperla, se inclinó sobre la pequeña para depositar un beso rápido y suave, como la caricia de una mariposa, sobre la cabecita rapada de la niña, cuyo rostro se iluminó con una enorme sonrisa tan solo de sentir el tierno contacto.

Sabores del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora