Etapa 7

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Y así llegaba agosto, ansiado agosto, dulce agosto, tormentosos agosto, eufórico agosto. Su agosto.  Un agosto de finales y comienzos. El agosto de ella, Guillermo y la casa. El tiempo exacto donde no hay víctima ni victimario, sino tragedia y dolor en una misma sucesión de eventos. Porque en eso convertía agosto a Guillermo, en un ser definido por el miedo y la incertidumbre, en una existencia sin pasado ni propósito.

Y ahí estaban ellos, de pie uno frente al otro. Guillermo se borraba a sí mismo en oleadas de cobardía, incapaz de asimilar su propia inexistencia y, mientras Camila daba por iniciado el espectáculo, el volumen del llanto incrementaba anunciando el despertar de la criatura. El desgarrador sonido se concentraba en Guillermo, que podía sentir los lamentos llegar a él desde cada recoveco de la edificación e, incapaz de mantenerse cuerdo, se retorcía en el suelo  con las manos en sus oídos y suplicaba silencio, bajo la incipiente vigilancia de Camila, que veía las lágrimas comenzar a escurrirse por sus traslúcidos ojos.  Solo entonces comenzó a cantar la canción de cuna que meses atrás él añorara escuchar, pero que ahora le suscitaba una engañosa sensación de alivio.

La imagen de Camila con un cuchillo en la mano se mezclaba con gritos de dolor superpuestos al llanto infantil, pero no procedían de esos labios sellados y esa sonrisa juguetona de la mujer. Aterrado, Guillermo se mantuvo inmóvil, con la vista fija en ella algunos segundos, hasta que la figura de Camila transmutó en un parpadeo frente a él y su rostro se coloreó a moretones, su nariz y labio comenzaron a sangrar, su ropa cayó girones y, mientras sonreía excitada, de su entrepierna se escurría la vida en oscuras y espesas burbujas.

—¿Lo recuerdas? —preguntó Camila antes que la sangre alcanzara en suelo— ¡¿Lo recuerdas?!  ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! 

Camila continuó preguntando, el tono de su voz se mantenía invariable, ni su sonrisa ni su cuerpo parecían dispuestas a moverse. 

De repente, los ojos de la criatura se clavaron en los suyos, pero no los de Camila, sino los ojos de la casa misma, que lo observaban desde todas las direcciones. Guillermo podía sentir el peso de esa mirada expandiendo las tinieblas a su alrededor. La noche engullía el espacio de Guillermo poco a poco y le condenaba a concentrarse sólo en el llanto y en los reclamos. Era una sentencia a recordarse a él mismo con el cuchillo empuñado, atravesando el vientre de su mujer una y otra vez, en la palpitación de sus entrañas vivas, mientras con sus propias manos arrancaba al monstruo de su interior.

En sus primeros recuerdos, Guillermo se bañaba en el cálido y rojizo líquido del suelo, con la noche de cobija, sin ver la cara de la criatura, ni su forma u origen. Se conformaba con saberle un invasor, un monstruo interfiriendo en su felicidad conyugal.


Intimidad CompartidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora