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Aquella mañana de Enero la lluvia volvía a asediar la ciudad. Entraba poca luz por la ventana de la cocina, pues el cielo cubierto de nubes color ceniza lo impedía. Eran las once de la mañana y ella acababa de volver a casa tras su rutina diaria:

Levantar a los niños, llevarlos al cole, ir a comprar, tener una conversación insustancial con la vecina del primero y volver a casa para proceder a limpiar, recoger y hacer la comida. En la nevera se podía ver el planning semanal, todo cubierto de notas sobre las actividades extraescolares de sus hijos y entre ellos alguna  tímida nota donde su marido le escribía que volvería a llegar tarde.

Ese día no era diferente al resto, no tenía nada especial dentro de su rutina. Era otro día planificado donde su máximo momento de gloria era aquel café sentada en la mesa de la cocina, escuchando la soledad de su hogar y vislumbrando los restos del desayuno de sus hijos. Pero fue entonces cuando un recuerdo fugaz le pasó por la mente y le provocó la primera sonrisa sincera en meses.

Las gotas de lluvia azotaban contra la ventana, creando un repiqueteo constante que a ella le sonaba a banda sonora de un recuerdo especial. Cerró los ojos para volver, sólo por unos instante, a su pasado:

"Apenas tenía 17 años cuando sus manos sintieron electricidad por primera vez. Acababa de entrar a trabajar a una clínica privada como recepcionista, pues sus padres le advirtieron que seguir estudiando sería inútil, ya que no contaban con dinero suficiente para costearle la universidad. Por aquella época era algo normal introducirse al mundo laboral siendo jóven y sin experiencia y ella siguió el camino de sus hermanas al buscar trabajo una vez terminado el bachiller.

Llevaba pocas semanas trabajando y aún tenía a su lado a la supervisora, que iba enseñándole cada movimiento de forma mecánica, haciendo que se aprendiese cual robots los saludos a los pacientes, el diálogo al atender el teléfono y cada palabra que le decía a los médicos. Todo debía de ser meticuloso y perfecto.

Ella tenía la belleza de una jóven adolescente de ojos claros y cabello negro, siempre largo y semi recogido con un pasador. Su uniforme dejaba poco a la imaginación pero estilizaba su figura, donde las curvas de sus caderas se veían acentuadas por aquella falda de tubo negra hasta las rodillas y los tacones del mismo color. La camisa blanca acentuaba la blancura de su piel y el lazo que adornaba el cierre del cuello le daba el toque de ternura que acompañaba a todo el conjunto. El maquillaje era poco necesario, pues su piel apenas exigía modificaciones, aunque ella no podía salir de casa sin un poco de color en labios y mejillas.

Cómo era de imaginar, atraía las miradas de los pacientes y doctores cada vez que sonreía, pues resaltaba sobre la figura autoritaria y madura de su compañera, siempre huraña escondida tras unas grandes gafas de pasta.

Aquel día tocaba la visita de un visitador médico, acompañado por su joven aprendiz, un chico de mirada tranquila y tímida y de edad semejante a nuestra protagonista, al cual le sobraba traje por todos lados. Al llegar a la estancia el visitador médico se apoyó sobre el mostrador donde trabaja ella y su compañera y se puso a charlar de manera animada con la misma. Debía de ser bastante asiduo por allí pues por primera vez ella pudo ver en el rostro de su compañera lo que parecía una sonrisa. Ambos jóvenes permanecieron en silencio mirando hacia ningún lado, esperando algún tipo de presentación por parte de sus superiores.

--Ah, se me olvidaba. Mari Carmen, este es Javier, mi ayudante. Empezó la semana pasada en el oficio y quiero hacer de él uno de los grandes. -Dijo Don Manuel a la vez que hacía un gesto al chico para que se acercase - Vamos muchacho, deja la timidez y entrega tu tarjeta. Pero cómo hemos practicado, de manera firme y con ganas. Estas bellas mujeres tienen que llevarse una buena imagen de tí si quieres acceder a los médicos.

Fuí, Soy, SeréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora