Era una soleada mañana de Enero cuando la familia Acevedo se encontraba sumida en angustia en la sección de Oncología Pediátrica. Transcurría la tercera radioterapia del pequeño Aurelius en dos meses de su tratamiento, pero dicha práctica en particular le dejaba en un estado de abatimiento inquebrantable: se sentía desorientado, con dolores agudos en la zona lumbar y, de milagro, el cabello no se le había empezado a caer progresivamente.Cuando llegaron a casa, el pequeño les pidió a sus padres un osito de peluche, a lo cual ellos accedieron sin contrariarle. Por este motivo, unas horas más tarde, el pequeño Emmanuel se habría consolidado como nuevo integrante de la familia: tenía una textura suave, como un algodón de azúcar. Su pelaje color crema se compaginaba de modo aterciopelado con las estrellas de su mirada y, así mismo, tenía una pequeña sonrisa que le otorgaba cierta candidez y compostura. El niño, apenas se hizo con él, no pudo ser más dichoso.
Aurelius Acevedo había sido diagnosticado a los nueve años de estesioneuroblastoma, un tipo de cáncer muy poco frecuente. Todo comenzó cuando al pequeño le apareció un tumor en la nariz. La causa era, por completo, desconocida, pero muchos de sus familiares suponían que fue por motivo de su madre, reconocida narcotraficante de la nación y despiadada mujer, quien no había dejado de consumir sustancias psicoactivas ni siquiera en estado de embarazo —pero a la que no le podían señalar directamente, porque era la que costeaba todo el tratamiento y llenaba de "felicidad" a su bebé—. Poco podían culpar a su padre, hombre blandengue y taciturno, quien soportaba con letargo los maltratos y achaques de Su Señora. Una vez trató de denunciarle con la fuerza pública, pero lo único que recibió fue una oleada de risas estridentes y otro par de golpes que le asestaron los uniformados.
De este modo, el chico se sentía completamente excluido y ajeno al mundo real. Toda su vida había perdido sentido, hasta que llegó Emmanuel: su osito de peluche.
Día a día, le relataba sus pensamientos al muñeco, imaginando que él le expresaba los suyos. Entre ambos se comenzó a entablar una amistad más sincera que la de cualquier par humano, pues Emmanuel era más fiel, receptivo y leal que cualquiera que se burlaba de él a sus espaldas, o que unos padres que rodaban los ojos cada vez que se quejaba de una nueva dolencia. Pero no era su culpa. Al fin alguien entendía que él no había pedido nada de eso. Emmanuel le brindaba apoyo, lo comprendía y le devolvía las ganas de seguir luchando. Gracias a él, sintió un deseo insaciable de ser apreciado, porque su enfermedad lo hacía valer mucho más que cualquier otro. Era algo que había escuchado muchas veces, pero que hasta ahora había tomado en consideración.
Fue por ello por lo que Aurelius decidió revelarle un secreto: muchas veces, él había visto en revistas e internet imágenes de niñas. Aquellas infantas del sexo opuesto le generaban una fascinación enorme. Particularmente, en la revista veía a las pequeñas posar con largos vestidos de ensueño, con el rostro tan agraciado que causaba envidia y con un primoroso osito de peluche entre sus brazos: eran perfectas. Por eso, él quería ser una de ellas. Sólo así lograría esa aceptación y admiración que tanto anhelaba.
Ocurrió con el grato escenario de una lluviosa tarde de Marzo. El pequeño se veía al espejo, mientras se aplicaba un poco de base que le había hurtado a su madre con suavidad, acompañada de un toque de rubor. Pintó sus labios de un rojo purpúreo, encrespó sus pestañas y, con alegría, situó una peluca rubia sobre sus débiles cabellos castaños. Finalmente, se engalanó con un hermoso vestido en colores pastel sobre la piel desnuda. Regocijado en orgullo se dirigió a la sala, dispuesto a alardear su perfección en frente de su progenitora.
—Mira mami —exclamó Aurelius con fervor—. Es como estar en un cuento de hadas. —Acto seguido, tomó a Emmanuel entre sus brazos y empezó a hacer mimos con su rostro angelical.
La mujer arrojó una copa de vino por los aires. Se abalanzó contra Aurelius lanzando exclamaciones y le propinó una fuerte cachetada en el pómulo izquierdo. El padre llegó ante la horrible escena, dispuesto a defender a su hijo. No obstante, al notar estaba travestido, se le desencajó la mandíbula. Lo único que pudo decir fue:
—¿Qué es todo esto, Amelia?
—¡¿Y tú qué crees que es, grandísimo idiota?! —espetó.
Aurelius se asustó tanto o más que su madre cuando Octavio Acevedo tomó a la mujer por los hombros y la estampó contra la pared del fondo. El pequeño salió corriendo cual Cenicienta a su habitación, al momento en que este le empezó a escupir todas sus verdades en la cara. Ella, quien no se quedó atrás, sacó un revólver y le atinó con una bala entre ceja y ceja. El chico nunca llegó a saber la causa del estruendo, pero siempre se preguntó por qué su padre los había abandonado.
Con el tiempo comprendió que no debía ser una niñita para lograr la perfección; nunca nadie se embelesaría por verlo vestir de esa forma. Por lo tanto, el pequeño se sentía vacío. Si no era honrado como aquellas dulces niñas que idolatraba, ¿cuál otro podía ser su propósito? En medio de sus viajes al hospital escuchó una palabra que había causado gran impacto en su madre: metástasis. Quiso encontrar su significado, pero en el motor de búsqueda salían términos que no comprendía. Sin embargo, supo que estaba relacionada con la muerte.
En ese momento, recordó que cuando alguien moría, asistían todos sus familiares y conocidos a una exorbitante ceremonia, adornada con flores y acompañada de rezos, mientras veneraban a la persona que se hallaba en el centro en una especie de altar. ¿Acaso la muerte lograría que todos le celebrasen, así fuese en medio de lágrimas?
Por supuesto que era eso. ¡Debía morir para ser admirado!
Ya había tomado la decisión. Dejó a Emmanuel en la mesita de noche y, luego de disculparse con él, se acercó al marco de la ventana. El frío mañanero le recibió con fervor. Con la gracia de un cisne, alzó uno de sus pies y lo cruzó hacia el exterior, donde le esperaba una caída de tres pisos. Gotitas de sangre que fluían de su nariz se estampaban contra el pavimento, como si la vida se le estuviese yendo al vacío con una lentitud apremiante.
Viró a ver por última vez al muñeco y una parte de él se lanzó sin pensarlo, pero la otra se quedó ahí, pensativa. Quizá todo ese espectáculo no era necesario, quizá no necesitaba que le admirasen. Su amistad con Emmanuel le bastaba, y ese pensamiento le llenó aún más. Esa otra parte se quedó en el borde de la ventana, dispuesta a convertirse y a tomar a su fiel camarada en brazos para empaparlo de sangre, hasta fundirse en un lento abrazo que duraría por siempre.
De cualquier forma, su espíritu había tenido el descanso que tanto anhelaba.
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Ominosa condena
Storie breviQuizá hayas oído hablar de la libertad. Es una gloriosa y abstracta idea que se contrapone a la condena. Pero créeme, nunca serás libre. Solo con entrar a esta antología te verás sumido en una fosa de la que no podrás escapar. Cada historia, cada...