El rostro del sol

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Todo el mundo le había dicho que tarde o temprano, aquella actitud alegre y desenfrenada terminaría metiéndolo en problemas.

Aang nunca lo había creído. Era un firme creyente de hacer lo que lo hacía feliz sin importar que y moverse con la libertad que marcaba el viento.

Y claro, esa actitud si que lo había metido en problemas en muchas ocasiones, pero de alguna forma, aquel pequeño vándalo de dulces ojos grises se las había ingeniado para salir de todos sus líos con una triunfante sonrisa en los labios.

¿Quien podía decirle que hacer? Después de todo, él era un alma libre.

El monje caminaba despreocupado, aferrado a sus pertenencias con el rostro desencajado por el asombro y la emoción.

No podía evitar sentirse cautivado por la más mínima cosa en la que ponía sus tormentosos orbes.

Después de todo, está era la primera vez que veía la Ciudad Capital de la Nación del Fuego.

Aún estaba lejos de llegar al centro de la ciudad. Acababa de desembarcar después de siete largos días en mar.

No se suponía que estuviera ahí, al menos no en ese momento.

Su traslado a las candentes tierras del sol naciente había iniciado con la llegada de un mensaje para los monje superiores, informando la necesidad urgente de otro erudito en el palacio de su señoría.

Los monjes lo habían mandado llamar para decirle que sería enviado, y el sentimiento en sus rostros se contradecía. La mitad del Consejo de Ancianos parecía feliz de poder desasearse de ese chiquillo revoltoso, mientras que la otra mitad parecía en pánico, temerosos a que sus acciones pudieran deshonrarlos.

La nave de la Nación del Fuego llego un día después que el pergamino. Aang sería escoltado sin ningún problema hasta su destino, pero él había tenido otra cosa en mente.

No quería esperar esos nueve tortuosos días de viaje para reencontrarse con su tutor, así que Aang había escapado de su escolta en la primera isla en la que el barco hizo escala.

Saltando de un barco mercantil a otro, había conseguido llegar con dos días de anticipación.

¡Las cosas habían salido bien! o al menos para él; seguro que los guardias que debían de traerlo y habían sido abandonados a la primera no lo encontrarían tan divertido.

De cualquier forma, ese era asunto para otro día. En aquel momento, lo único que Aang pudo hacer fue apreciar la arquitectura.

Las casas le resultaban maravillosas, con sus techos bajos, elegantes, con sus lámparas de papel rojo. Uno que otro emblema de la nación destacando en banderines, un persistente olor a picante en el aire y la actividad bullía en la ciudad.

No había nada que animará más al muchacho que aquello.

Deambuló durante unos minutos, a sabiendas que su destino se encontraba en el interior del cráter del volcán inactivo del archipiélago rocoso. Era ahí donde se encontraba el palacio del Señor del Fuego; era ahí donde estaba el monje Gyatso, el que era su padre sin serlo.

Dragon heartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora