Bajé a la cocina y, con la carta en la mano, busqué un baso de agua. Respiré hondo y lo bebí con pequeños sorbos. El salón estaba en silencio, no se oía el piano, ni las risas de mis padres. Supuse que estaban en el estudio, me daban tiempo: a la visita le quedaban todavía muchas horas, horas que yo iba a emplear.
Salí de la casa por la puerta de la cocina. El frío golpeó mi rostro y noté cómo el vello de la nuca se me erizaba. Guardé la carta, doblándola, en uno de los bolsillos traseros de mis vaqueros.
Cogí la bici y empecé a pedalear, en busca de todos aquellos lugares que, de alguna forma me recordaban a Oliver: la playa, en la que el viento helado gemía y silbaba; la piazzeta; el bar; la librería; mi rincón favorito...
Y, en cada zona, podía verlo y escucharlo como si fuese ayer la última vez.
Porque realmente la herida estaba igual de abierta que en aquellos primeros instantes en la estación, cuando salí de mi confusión e indiferencia, en un banco, al sol y comprendía qué era lo que había pasado y qué era lo que iba a ocurrir.
A veces, casi que saltaba de la bici y observaba con detenimiento e intensidad el suelo, el cielo, las estatuas, cómo si contuviesen guardada la esencia de Oliver y él fuese a salir inesperadamente de alguno de esos elementos.
Lo deseaba tanto, y estaba tan absorto en las rocas, el cielo plomizo, la acera y las personas cantando, a lo lejos, villancicos, que no escuché los pasos ni vi la sombra que se acercaba. Tampoco me percaté de que estaba temblando de frío y llorando (¿por el viento?, ¿por la nostalgia?, ¿por el dolor?, ¿por la añoranza?). De hecho, tardé bastante en darme cuenta.
"Elio.".