Ojos Violetas

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Mudarse a un nuevo país, acostumbrarse a un nuevo idioma e integrarse en un nuevo instituto no es algo fácil de hacer. Sin embargo, para Atenea, estaba siendo mas sencillo de lo que esperaba. Paris le gustaba, el idioma se le estancaba un poco pero iba pillándole el tranquillo y no podía quejarse de la escuela. Sus compañeros eran agradables, cada uno a su manera, su personalidad y su forma de ver las cosas. El modo de vida era muy diferente al que se vivía en Irlanda. Pronto se hizo un hueco en su clase, sobre todo en el ámbito académico. Las ciencias eran su fuerte y ya la llamaban "La cerebrito" del grupo. No sabia si sentirse halagada o preocuparse por ese hecho. La popularidad no era algo que le quitara el sueño pero entre sus compañeros, parecía ser algo muy importante.

La alarma de su móvil la sacó de sus pensamientos. Era hora de salir para el instituto. Terminó de cerrar la cremallera de sus botas cortas y se miró en el espejo, satisfecha con el resultado. Un suéter de cuello alto de algodón blanco con ligeros toques plateados y unos pantalones marrones de terciopelo. Y por supuesto, su inseparable bandolera. Su cuarto ya estaba ordenado y recogido cuando salió por la puerta. Estaba bajando las escaleras cuando su madre la llamó:

- ¡Atenea!

- Estoy aquí, mama –se rió la joven cruzando la puerta de la cocina.

- ¡Ay, cariño! Disculpa, siempre me pasa lo mismo –dijo la madre, dándole un beso en la mejilla- es la costumbre.

- Las costumbres no se pierden, ¿no? –le dijo con cariño.

- ¡Y tanto!

Se despidieron y Atenea recibió la fría mañana casi con placer. Llegó a la parada de la guagua en diez minutos y subió al autobús, saludando educadamente al chofer. El vehículo la dejaba a otros diez minutos del instituto y al bajar, un irresistible olor dulce inundó sus fosas nasales. Respiró el aroma con avidez y no pudo resistir la tentación de seguirlo. Aquel delicioso olor la guió hasta una pastelería y entró sin pensárselo. Sin duda, era pan recién hecho lo que estaba percibiendo. Se maravilló del local, era pequeño, modesto y con una decoración singular. Era tan acogedor que pronto sintió que no quería irse.

- ¡Buenos días, señorita! ¿En que puedo ayudarla?

La joven se giró y vio a una mujer de baja estatura y tez clara, con rasgos asiáticos tras el mostrador. Su expresión era amable y tenia una pequeña sonrisa en los labios.

- Buenos días, buena mujer –le devolvió el saludo, algo avergonzada- discúlpeme, el olor a pan recién hecho me ha hecho venir hasta aquí.

- Entiendo, lo hacemos todas las mañanas –se rió suavemente posando delicadamente sus dedos en los labios.

- Tiene una pastelería preciosa, señora –le dijo sinceramente, observando una vez mas el lugar y también los productos expuestos.

- Muchas gracias, jovencita. ¿Quería algo en especial?

- Pues ahora que lo dice... -murmuró pensativa y le echó el ojo a unos dulces con un polvito marrón- vaya, dígame ¿eso es canela?

- Si, son pastelitos de canela. Están muy ricos

- ¡Me encanta la canela! –exclamó con una sonrisita y la mujer le devolvió la sonrisa, contagiada- me llevaré uno, por favor.

- Muy bien –asintió satisfecha y se dispuso a preparárselo.

En ese momento, apareció un hombre alto y corpulento, tanto que casi ocupaba el espacio del mostrador. Se acercó al horno y frunció el ceño.

- Sabine, querida, te dije que pusieras el horno a 200 grados

Hechos el uno para el otroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora