Mi esposa llegó a casa temprano

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Mi esposa era la hija única y mimada de padres adinerados que vivían en el área rural de Nueva York. Para ese entonces, habíamos estado casados por ocho meses y las cosas no podían ir mejor. Teníamos una casa propia, trabajos geniales y un par de autos para sellar el sueño americano. Habíamos estado pensando en conseguir un perro, y los planes de hijos tampoco estaban en el futuro distante. Pero las cosas no salieron como lo esperábamos.

Una mañana, mi esposa recibió una llamada de la policía informándole que sus padres habían muerto en un accidente vial. Nunca la había visto tan abatida en toda mi vida.

Después de la vela y de los funerales, llegaron los crudos trámites legales de los que nadie nunca quiere hablar después de una muerte. Cuando repasamos el testamento, descubrimos que sus padres le habían dejado la hacienda. Una parcela de tierra de 200 acres con una casa de millón de dólares en el lago. Estábamos sorprendidos, por decir poco.

Comenzamos a mudarnos lo más pronto posible. Vendimos nuestra casa vieja y los autos, y aceptamos amablemente todas las pertenencias que sus padres habían querido que tuviéramos.

Pero hubo un problema. La casa simplemente se sentía... muerta. Era muy grande, pero, de alguna forma, estrecha. Todas las paredes parecían ser más angostas de lo que deberían, y podías gritar desde un extremo de la casa sin poder escucharlo en el otro. Acostumbrarnos nos tomó un tiempo, pero al final le agarramos cariño al viejo mastodonte. O al menos eso fue lo que le dije a mi esposa.

Cuando estaba solo en la casa, había algo desconcertante sobre el lugar. Un rechinido en el piso, un crujido en la ventana, un escalofrío en mi cuello cuando pasaba a un lado de una ventana brillante, sintiéndome como si estuviera siendo observado. Realmente la odiaba.

Mi esposa trabajaba hasta tarde cada día de semana. Cuidaba de las personas en un asilo para El Arca, y sus turnos se extendían desde las cuatro hasta la media noche. Usualmente, yo disfrutaba ese tiempo a solas. Leía con frecuencia o escribía, y a veces preparaba una gran pipa y me sumergía en una película. Y esta fue una de esas noches. Alisté todo, le di unas caladas a mi pipa, me envolví en una sábana y empecé la película. Fue un viernes y apenas eran las ocho de la noche, así que supuse que unas cuantas cervezas no me caerían mal; tenía cuatro horas y media hasta que mi esposa regresara. Me bebí algunas y llegué a casi la mitad de la película cuando escuché algo en el piso de abajo.

Juro que pensé que era la casa jugándome trucos, como lo había hecho tantas veces en el pasado. Traté de ignorarlo. Pero entonces escuché un portazo. Me levanté rápidamente y fui a la planta baja. Mi corazón se paralizó cuando vi el resplandor de la luz de la cocina, que sabía que había dejado apagada. Me acerqué progresivamente a la gran entrada que conducía a la cocina. Podía oír movimiento. Y una sensación sobrecogedora de terror se filtró en mi cuerpo cuando finalmente me asomé por un lado de la pared.

Era mi esposa.

—¡Jesucristo, mujer! —le grité, medio bromeando.

Ella dio un brinco, sobresaltada por mi presencia.

—¡Ay, Dios! No me asustes así!

—¡¿Que no te asuste?! Ya pensaba que me iba a morir. ¿No se te ocurrió hablarme para saludar o algo? ¿Y por qué estás en casa tan temprano? ¿A Julie le parece bien?

—Sí, no hay problema. Le dije que no me sentía bien.

—¿Y estás bien? —la cuestioné, viendo que se veía perfectamente normal.

Tenía una mirada de culpa.

—Estoy totalmente bien. Es solo que no quería estar ahí —dijo con una risita.

¡NO LEAS ESTO DE NOCHE!(No apto para sensibles)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora