6. Plantar margaritas

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Siempre había sido una persona muy negativa. Era incapaz de ver el vaso medio lleno, es más, justo en ese momento de mi vida, ni siquiera veía al dichoso vaso. Había pasado casi toda mi infancia recluida entre las cuatro paredes de mi casa y, ahora que podía empezar a ser un poco más independiente, se me arrebataba toda la libertad de un porrazo. Mi padre me aconsejó que no saliese durante unos días y no fui a clase durante la última semana del curso. Aunque fuesen faltas justificadas, me hubiese gustado asistir a los exámenes finales, como al resto de mis compañeros y sentirme normal por un instante.

Mi plan de la mañana antes del aspirado de médula era quedarme en la cama todo el día. Sólo quería lamentarme en la oscuridad de mi cuarto. A Robert no le pareció una buena idea. Vino a subir las persianas cantando a pleno pulmón, sólo para fastidiarme. Me arrancó las sábanas de encima, como si sospechase que había comenzado a atrincherarme en ellas, y me tendió mi bata. Me la puse sin dejar de refunfuñar.

-¡El desayuno está listo! -exclamó mientras que salía de la habitación.

Me alegré de verle tan feliz. Era una fachada que estaba usando para no parecer abatido, pero, de algún modo, contagiaba su alegría falsa a quien se cruzara con él. Aunque todavía le quedaban unos días de clase, había decidido pasar esa semana en casa, para hacerse cargo de mí mientras mi padre y Mary trabajaban. No sabíamos nada de Richard y no le gustaba la idea de dejarme sola tanto tiempo, con toda esa incertidumbre.

En la cocina me esperaban una taza de leche y una tostada casi quemada. Comí deprisa. Tenía hambre. Robert se quedó conmigo, haciéndome compañía mientras terminaba el desayuno. No dejó de hablar ni un sólo instante. Me hacía preguntas de toda clase, si estaba preocupada o qué creía que pasaría ahora. Sentía que sólo lo hacía para ayudarme a descargar, pero no pude responderle con claridad. Si seguía hablando, no sabía cómo reventaría. Prefería callármelo para mí. Un rato después, cuando hube terminado de comer, mi hermano salió al jardín para plantar unas margaritas que había comprado el día anterior.

Yo me quedé sentada, mirando los restos de mi desayuno, arrepintiéndome de no haber hablado. Siempre me sentía muy sola y no sabía qué hacer cuando alguien de verdad quería ayudarme. Luego me levanté y, aún en pijama, fui al salón. No tenía nada por hacer. El primer día de ausencia había terminado todos los deberes que tenía pendientes. Ni siquiera podía considerar aquello un adelanto de las vacaciones. Era sólo un extraño limbo en el que esperaba a unos resultados que nunca llegaban, mientras me hacían el cuerpo pedacitos para examinarlo.

El timbre sonó, antes de que llegase a sentarme en el sofá. Creí que era Robert, que se había quedado encerrado fuera, o que Richard había decidido regresar a casa, después de tanto tiempo. Me acerqué a la puerta y la abrí, sin demasiada ceremonia. Al otro lado no se encontraba ninguno de mis hermanos, sino mi mejor amiga, que acababa de aparecer en mi barrio sin previo aviso.

-¡Jennifer! -grité sorprendida, se suponía que tenía que estar en en Jacksonville, visitando a su padre, no en mi casa. Me acerqué a ella sin creer todo lo que había pasado esas tres semanas que había estado fuera-. ¿Qué haces aquí?

Se me echó al cuello sin preocuparse en contestarme.

-¡Te he llamado un montón de veces y tú nada! -no había reproche en su voz, pero me sentí mal por haber ignorado sus llamadas. Cada vez que alguien de mi familia intentaba pasarme el teléfono yo me escabullía, no tenía ganas de hablar.
Intenté disculparme de alguna forma, pero no me dejó hablar. Me soltó y me miró de arriba a abajo.

-Te extrañaba -dijo sonriendo.

Yo también la había echado de menos. Pasábamos casi todo el tiempo juntas y siempre andábamos hablando por teléfono. Mientras cotilleaba con ella, mi padre iba detrás de mí, apremiándome para que colgara al grito de "¡la línea no es gratis!".

-Son las diez y media, ¿qué haces todavía en pijama? -me preguntó.

-Hoy es jueves, ¿no tienes que ir al instituto? -repuse.

Arrugó la nariz y negó con la cabeza.

-Robert me dijo que estarías en casa.

Ya sabía por dónde iban los tiros y no quería llegar a ese punto. Intuía que mi hermano le había contado lo suficiente como para hacer saltar las alarmas, pero nada más.

-¿Qué tal todo? -pregunté, tratando de evitar cualquier tipo de preguntas incómodas.

Jennifer me miró con sospecha, pero no quiso ahondar enseguida. Nos quedamos un momento en el salón, charlado sobre frivolidades. Yo comenzaba a notar un sudor frío bajándome por la espalda, mientras ella continuaba hablando, rondando cerca del tema tabú. Esa mañana, ella llevaba una falda anticuada y un cárdigan conjuntado. Siempre se vestía con ropa que fácilmente podía haber pertenecido a su abuela. Le gustaba llamar la atención y sin duda lo hacía, con sus medias de punto hasta las rodillas.

Al cabo de un rato largo, tuvo que hacerme una pregunta directa sobre la situación.

-Oye, ¿qué tienes aquí? -me señaló el escote, sin poder evitarlo.

Me cerré la bata con una mano, para tapar la gasa, avergonzada. Sentí cómo me ponía roja hasta las orejas. Hacía demasiado calor en la habitación. Me levanté y abrí la puerta corredera que daba al balcón. Creí que el aire fresco me sentaría bien, pero no noté ningún cambio.

-¿Estás bien? -preguntó, levantándose. Se acercó a mí, sin dejar de examinarme, como si fuese alguna clase de bicho raro.

-Claro -dije como si fuera lógico. Me esforcé por parecer tranquila-, creo que tenemos tarta en la nevera, ¿quieres? -intenté distraerla de algún modo. No quería hablar de mi posible enfermedad en ese momento ni en ningún otro.

-Está bien -accedió, como si me estuviese haciendo un favor.

Fuimos a la cocina y empecé a cortarle un pedazo de pastel. Ella estaba muy callada a mi lado. Apenas se la oía respirar y comencé a agobiarme. Más aun cuando volvió a hablar.

-Evolet, ¿qué te ha pasado? Tu hermano me dijo que me lo contarías.

Clavé la mirada en el glaseado de la tarta. Tenía los ojos empañados en lágrimas, pero no lo había notado hasta ese instante. Quise secármelos, pero temí descubrirme ante ella.

-No quiero hablar de eso -dije.

Coloqué su porción de tarta en un plato y se lo tendí. Ella no lo cogió. Se quedó mirándome, tratando de ser comprensiva y era demasiada presión para mí.

-¿Qué pasa? -repitió. Esta vez en un tono más serio-. Puedes contármelo -añadió.

No sabía cómo explicarlo. Todavía no se lo había contado a nadie, personalmente. Mi padre era el que se lo había contado al resto de la familia y para mí hubiese sido más fácil si también se lo hubiese dicho a Jennifer.

-Sé que no has estado bien -murmuró, retrocediendo un paso-. Supongo que ya me lo contarás, cuando quieras.

Cuando se alejó, sentí que volvía a respirar. Cerré la caja de la tarta y la guardé en su sitio.

-No sé qué me pasa, Jennifer -le dije-. Ese es mi problema.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora