28. Jazmines amarillos

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Aparentemente, el trasplante había sido un éxito. El médico me había avisado de la posibilidad de un rechazo, pero no ocurrió nada de eso. Tuve que pasar un mes más en el hospital, aunque al final, cuando me subieron un poco las defensas, me pasaron a una habitación normal. Serían unos meses delicados, hasta que me volviese a estabilizar. A finales de abril seguía apareciendo una masa blanca en mi pecho, en las radiografías que llevaban haciéndome desde inicios de año. Me temí lo peor. Quizá el trasplante no había funcionado. Me hicieron una biopsia y descubrieron que sólo eran unas células inflamadas, por todo el tratamiento. A partir de entonces, entré en remisión, lo cual significaba que me estaba curando.

Como predije, nada volvió a ser igual después del cáncer. En mi familia nos volvimos más unidos. Me interesé por el jardín, sin quitarme de la cabeza la mañana en la que sentí que mi madre estaba en mi cuarto. Le pedí a Robert que plantara unos jazmines amarillos delante de casa. A Mary le pareció una buena idea. Plantó los brezos que había prometido traer cuando nos conoció. Mi padre cortó el césped a principios de primavera y se sorprendió al ver que la hierba había crecido verde y suave. Tuvimos que celebrar una barbacoa urgente para festejarlo.

La remisión me dio la oportunidad de empezar la vida “normal” que siempre había deseado. De niña me moría por tener una mascota, pero debido a mi enfermedad nunca había tenido una. Unos días después de los resultados de la biopsia, mi padre llevó un gato a casa. Lo llamé Nugget, porque su pelaje era del mismo color que el pollo rebozado, al dorarse en aceite. Era una tontería, pero Nugget significaba para mí que me pondría bien y que no todo giraba alrededor de si estaba enferma o no. En casa todos estábamos encantados con Nugget. Yo llevaba tanto tiempo sin relacionarme con un animal, que no podía dejar abrazarlo y llenarlo de besos. Él se dejaba hacer, como si lo comprendiese. Por la noche se acurrucaba a los pies de mi cama y su respiración pausada me ayudaba a dormirme.

Creí que podría incorporarme a las clases, aunque apenas quedase un mes y medio de instituto, pero todavía tenía las defensas bajas y era mejor que me quedase en casa. Tardaría mucho tiempo en recuperarme de todo. Lo prefería así. Llevaba varios meses sin dar señales de vida y aparecería con apenas un dedo de pelo en la cabeza, en los huesos y con un aspecto todavía demasiado enfermizo. Sería imposible pasar desapercibida. Lo cierto era que el regreso a clase me causaba bastante pánico. Tendría que hacer el undécimo grado y sería un año mayor que el resto de mis compañeros. Además, no conocería a nadie. Por el momento, y aprovechando que me sentía mejor, había empezado a estudiar otra vez, utilizando los viejos libros de texto de Robert.

Seguía estando débil. Continuaba adelgazando y no tenía hambre. Apenas salía de casa. James y Jennifer venían a verme todas las semanas, y así el tiempo pasaba más rápido. Tenía muchas ganas de reincorporarme a la vida. Cada mes tenía exámenes importantes por hacerme. Pruebas de sangre y radiografías. Me llamaban a los pocos días. Mi padre iba a por los resultados y todo estaba en orden. Los glóbulos blancos, bien. Las plaquetas, bien. Ninguna anomalía en el pecho, salvo las células que continuaban dañadas. Casi sana.

Cuando comenzaron a subir las temperaturas y terminaron las lluvias, comencé a pasar largos períodos sentada en el balcón. Nugget me hacía compañía, mientras miraba el jardín, que volvía a resplandecer. Estaba realmente feliz por primera vez en mucho, muchísimo, tiempo. Sentada en la vieja silla del balcón me sentía capaz de hacer cualquier cosa, como una invasión de adrenalina que me hacía cosquillas en el estómago. Después de todo, me decía totalmente convencida de ello, acabas de sobrevivir a un cáncer. Eres prácticamente invencible. Y, sabiendo esto, no tenía por qué temer a nada.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora