Mi hematólogo y mi padre se reunieron en su consulta, la mañana en la que me dieron el alta. La medicación no estaba funcionando como debía. Había mantenido el tumor a raya, pero no había hecho mella en él. Mis análisis seguían desfasados y planeaban realizarme otra biopsia. Convinieron en que lo mejor sería probar con un trasplante de células madre. Mi padre vino a contármelo por encima, mientras Robert me ataba los zapatos, antes de marcharnos. No dejó que le hiciera preguntas, como si no supiese contestarlas debidamente. Repitió por enésima vez que me pondría bien y zanjó el tema de una vez por todas.
Lo primero que hice al volver a casa, a medio camino de mi último ciclo de quimioterapia, fue subir al estudio de mi madre. Me planté delante de la puerta, decidida, y la abrí. Tenía la respiración acelerada y el corazón me latía tan rápido que parecía querer escaparse de mi pecho. El estudio estaba igual que siempre. Los narcisos, la moqueta empolvada y las cajas de cartón. Sonreí. Todo estaba en mi cabeza. No se lo habían llevado todo, como tanto temía. Me dirigí a mi cuarto. No había ninguna azalea y tampoco trocitos de papel sobre el escritorio. Saqué mi libreta de dibujos de los ocho años. Pasé las páginas tranquilamente, mirando todo lo que había hecho el año en que murió mi madre. Había muchos dibujos. Paré antes de llegar al final. Me la llevé al estudio. Cerré la puerta y me arrodillé frente a una de las cajas. La abrí con cuidado. Dentro estaban unos de sus de álbumes de fotos. Cogí uno de ellos.
Me senté en el suelo, más cómoda. La primera página estaba decorada con unas lilas secas. Era el álbum de bebé de Robert. Vi una foto en la que salía mi madre, en el hospital, sujetando con cariño a su primer hijo. Me parecieron como dos gotas de agua. El pelo oscuro de mi madre parecía balancearse sobre sus hombros. Su sonrisa era una media luna blanca y enorme en su cara. Bajé la mirada. Me costaba imaginarme a Robert como a un ser pequeño e indefenso. Estaba enrollado en una mantita con el logo del hospital. Miré la siguiente instantánea. Una foto de familia. A la derecha, mi madre, vestida de domingo y con Robert en brazos, a la izquierda, mi padre sin arrugas, sin canas y con el mismo bigote que casi veinte años después seguía llevando. Sonreían ampliamente.
Dejé de lado al álbum de las lilas y seguí rebuscando en las demás cajas. Encontré otros diez álbumes de mis hermanos, míos o simplemente suyos y de mi padre. Escogí otro, en el que había varias fotos mías. Me producía un sentimiento de rechazo, el verme de ese modo. En mis instantáneas de niña, de la época en la que me vendaban las manos, parecía el sujeto de un experimento. Miraba a la cámara, con la cara llena de costras, los labios mordisqueados y el vendaje hasta los codos, mientras mi madre me levantaba los brazos. Volví a guardarlo y seguí buscando.Su ropa también estaba en una de esas cajas. Extendí una camiseta delante de mí. Intenté recordarla con ella puesta. No pude. Volví a mirar las fotos. Intentaba no olvidarla, que estuviera en mi memoria para siempre. Era posible. Di con sus dibujos. Un desfile de personajes históricos, hadas, dragones, caballeros, princesas que terminaban salvándose a sí mismas y más, pasó delante de mis ojos. Me estremecí. La imagen de mi madre pintando frente a la ventana me vino a la cabeza.
Me levanté. Cogí mi libreta de dibujos y busqué su boceto para devolverlo al lugar al que pertenecía. No lo hallé.
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La estrella que más brilla
Teen FictionHISTORIA GANADORA DE LOS WATTYS 2019. "-Lo siento -murmuró con su voz fantasmal. Al oírla hablar, sentí que se me aflojaban todos los músculos del cuerpo. Era ella la que hablaba, mi madre. Llevaba tanto tiempo sin escucharla, que se me llenaron lo...