18. Té de lapacho

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Mi padre comenzó a actuar de forma extraña, pero yo llevaba tanto tiempo sin sentirme bien que no pude comprender qué pasaba. Era demasiado frustrante y todo ese secretismo no me ayudaba a encontrarme mejor. Mientras estaba en el hospital, fue el cumpleaños de Robert. Me aterró pensar que el mío también lo tendría que celebrar en esa habitación. Según el calendario de sesiones, el día de mi cumpleaños caía en una. Cuando regresé a casa, me sentía como un espantapájaros viejo y magullado. Mi padre intentó reanimarme de algún modo a base de vitaminas, aunque, varias pastillas después, pensó que lo mejor para mí sería dormir un poco. Me acompañó hasta mi habitación con una taza de té de lapacho que terminaría enfriándose en mi cómoda y un paquete de galletas, cerró las cortinas, me dio un beso en la frente y quiso marcharse, pero lo retuve.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Él abrió los ojos, como pensando qué podría decirme ahora. Yo sólo quería escuchar la verdad. Nada más. Debió de leerlo en mi mirada angustiada, porque por primera vez en una semana lo vi soltar el peso que le oprimía el pecho.

—Es la quimioterapia. Funciona, funciona —añadió, al ver mi cara de preocupación—. Lo que pasa es que no va como esperaba tu médico. Eso es todo, Evolet —me dio unas palmaditas en un hombro—. No pienses más en eso, descansa.

Me preocupó bastante y no pude dormir, pensando en ello. Jennifer y James vinieron a verme a mi habitación después de la comida. Mi cómoda estaba llena de migas de galleta y la taza, medio vacía, seguía allí. Me puse recta, con la espalda apoyada en la pared. Realmente no quería ver a nadie, pero hice el esfuerzo de sonreír porque se habían tomado la molestia de llegar hasta mi casa. Jennifer me había visitado bastante, pero a James no lo había visto desde que me llevó a esa cafetería. Habían pasado casi dos semanas y lo impactó ver cuánto había cambiado en ese tiempo. Ella se sentó al borde de mi cama, pero él se quedó delante de la puerta, mirándome. No se atrevía a entrar.

—Puedes sentarte en la silla del escritorio —le dijo Jennifer, como si fuera la anfitriona.

—Claro —murmuró. Lo seguí con la mirada.

Me levanté a correr las cortinas, que seguían cerradas. Las había olvidado, empezaba a acostumbrarme a la penumbra. Los rayos de sol entraron en la habitación, sentía como si apestase a enfermedad, aunque no tuviese la capacidad de oler. Había intentado por todos los medios deshacerme de ese olor, pero se había metido dentro de mi piel y no podía eliminarlo. Saqué la cabeza por la ventana abierta. James y Jennifer habían empezado a hablar. Sus murmullos eran el único ruido, incluyendo los cantos de las cigarras, que, en aquel momento, rompían con el silencio perenne de mi vecindario.

Me di la vuelta. Ella se reía y él sonreía. El moretón de su ojo había desaparecido casi por completo, al igual que el corte de su nariz. Deseé que viniese a verme más a menudo. En esos días que no nos habíamos visto me había pillado pensando en él en más de una ocasión. ¿Qué estaría haciendo?, ¿por qué no venía a mi casa?, ¿había sido muy aburrida la última vez que salimos? Cogí mi taza y me bebí el poco té que quedaba. Estaba frío en insípido, como una sopa sin sal. Mantuve el líquido en mi boca unos segundos, antes de tragarlo. En ese momento sentí que, antes o después, me sentiría mejor.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora