Primavera de 1971.
Cuando mencionaron la palabra "cáncer" por primera vez en mi historial médico, me faltaban tres meses para cumplir dieciséis años. No parecía algo que pudiese ocurrirme a mí. Era como una enfermedad lejana y en la boca del neumólogo que acababan de asignarme, no sonaba tan grave.
Aquello fue una mañana de finales de mayo, pero yo llevaba encontrándome mal casi un año y medio. Había pasado los meses anteriores de especialista en especialista, primero para tratar los moretones que me salían por todo el cuerpo como por arte de magia y luego para descubrir cómo era posible que hubiese perdido diez quilos desde las navidades. Mi padre se estaba volviendo loco, porque nadie era capaz de darnos una respuesta satisfactoria. Mientras, yo me rascaba los hematomas, que se convertían en heridas del tamaño de un puño y los médicos me recetaban pomadas para la piel atópica, pero nada funcionaba. Mi cuerpo no respondía a ninguna clase de tratamiento.Fuimos a ver a un dermatólogo y le bastó con mirarme la piel de las piernas para empezar a gestar un diagnóstico. Fue como un rayo de esperanza. Me hicieron una infinidad de pruebas, incluyendo unos análisis de sangre y unas radiografías. Luego me dieron cita con un neumólogo y, tras unas ecografías en el pecho, el médico le dijo a mi padre que lo que yo tenía era una "lesión". No le di importancia, creí que era algo a nivel muscular, porque en ese momento no lograba conectar una "lesión" con un tumor.
Ese día, mi padre no dijo nada. Estaba muy tieso en su silla, con las manos apoyadas en el regazo. Yo seguía sin comprender. Cuando llegamos al coche, él se recostó en su asiento. No había abierto la boca desde que salimos de la consulta y yo no había querido molestarlo. Parecía pensativo. En la radio estaban retrasmitiendo una vieja canción de Artie Shaw. Él la apagó sin darle la oportunidad de hacerla sonar.
Entonces se formó un silencio extraño en la cabina de su Chevrolet. Allí dentro no se escuchaban los pasos de las demás personas, ni sus conversaciones a media voz. Comenzaba a contagiarme su intranquilidad. "No pasa nada", solté, en un intento de animarlo.Siempre había tenido problemas de salud. Cuando tenía dos años, me diagnosticaron insensibilidad congénita al dolor. Toda mi vida estaba condicionada por mi enfermedad. Mis padres se habían pasado toda mi infancia quitando los peligros de mi camino, hasta el punto en el que tenía prohibido incluso morderme las uñas de las manos, para evitarlo me las envolvían en vendas. Si me picaba algo, debía rascarme con la punta de los dedos, para no hacerme heridas, aunque la mayoría de las veces no paraba hasta que no veía aparecer la sangre. No era solo aquello. Tampoco tenía olfato. Eran incontables las veces en las que me había pegado tanto a la estufa, que había comenzado a quemarme, sin darme cuenta. Normalmente alguien percibía el olor a carne chamuscada y venía en mi rescate. Con los años se me había concedido un poco más de libertad, pero mi padre seguía observando cada uno de mis movimientos y no podía evitar rehuirlo, aun sabiendo que lo hacía por mi bien.
Vivíamos en un barrio residencial en el centro de San José. Mis padres habían invertido el dinero de su boda en una casita que después sería mía y de mis hermanos. Yo era la más pequeña de los tres, la que había acaparado toda la atención de nuestros padres. Mi hermano Richard cumpliría los diecisiete años en Nochebuena. Se había unido a un grupo de hippies y pasaba largas temporadas fuera de casa. Hacía unos meses, mi padre había conseguido encontrarlo haciendo autoestop en las afueras. Si hubiese llegado un poco más tarde, le hubiese perdido la pista antes de que llegase a México.Robert era todo lo contrario. A punto de cumplir los diecinueve años, había dedicado toda su vida a los estudios. Había sudado, gota a gota, todos sus diplomas honoríficos, desde el colegio. Estaba estudiando psicología y, aunque vivía en el campus, dormía en casa todos los fines de semana sin falta. El año anterior le había llegado la carta de reclutamiento. Él se hubiese ido derechito a Vietnam, pero mi padre se lo prohibió explícitamente. Había vivido en sus carnes lo que suponía tomar las armas en la guerra y no quería eso para su hijo. Le consiguió una prórroga por estudios superiores y como agradecimiento, Robert se negó a dirigirle la palabra durante una semana. El viernes siguiente se presentó en casa con su maleta, como si no hubiese ocurrido nada. Mi hermano no estaba hecho para el campo de batalla.
En cuanto a mi padre, él era cirujano en el mismo hospital en el que seguían mi caso y era allí donde había conocido a Mary. Ya llevaban cuatro años casados y, aunque me era imposible verla como una madre, no podía negar que era la clase de madrastra que quiere y se deja querer. Trabajaba como técnico de radioterapia. Me la imaginaba infundiendo serenidad a los pacientes, mientras los colocaba en la camilla. Ella era así. Con cuatro bromas y su acento sureño lograba relajar el ambiente más tenso.
-Escucha, Evolet -me dijo mi padre en cuanto cerró la puerta principal de casa. Me volví hacia él-. Sobre lo que has oído hoy... no hagas caso, ¿vale? -continuó diciendo. Parecía forzado, como si quisiera sacarme de dudas, aunque no se lo hubiese pedido.
-¿Lo de la lesión? -pregunté distraída. Estaba cansada y sólo pensaba en irme a tumbar un momento.
-Sí. No creo que puedas tener cáncer... -yo estaba caminando hacia mi cuarto y, cuando escuché la última palabra, me paré en seco. No había prestado mucha atención a lo que dijo el médico. Me había pasado los veinte minutos que duró su explicación mirando el parterre de camelias que acababan de colgar en la pared opuesta a la consulta. Me parecieron bonitas y la voz del neumólogo pronto se convirtió en un murmullo ligero del que sólo capté algunas palabras. Ahora, mi padre me miraba preocupado. Intenté parecer tranquila.
-Yo tampoco -atravesé el pasillo en una zancada, con el corazón acelerado. No me paré a mirarlo.
Me acababa de caer un balde de agua fría encima.
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La estrella que más brilla
Novela JuvenilHISTORIA GANADORA DE LOS WATTYS 2019. "-Lo siento -murmuró con su voz fantasmal. Al oírla hablar, sentí que se me aflojaban todos los músculos del cuerpo. Era ella la que hablaba, mi madre. Llevaba tanto tiempo sin escucharla, que se me llenaron lo...