20. Glicinas tristes

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Al finalizar el cuarto ciclo de quimioterapia, alcancé un estado de apatía total del cual mi padre no podía sacarme ni con pastillas, ni con té y galletas. Me atrincheré en mi habitación y me acostumbré al calor sofocante que me rodeaba siempre y a tener las manos frías. Mi padre subía para ver cómo estaba y, si él estaba trabajando, Robert lo sustituía. Salía sólo para desayunar, comer o cenar. Escuchaba las voces de mi familia con expresión ausente, luego volvía a mi cuarto, arrastrando las piernas, que parecían de metal. Parecía que estuviese muy lejos de curarme, aunque sólo me faltasen dos ciclos de quimioterapia para terminar con el tratamiento. Mi padre ya se había reunido con el hematólogo, para discutir los pasos a seguir. Por el momento no había nada claro, sólo que debía continuar con la medicación.

James vino una tarde. Nunca venía por las mañanas, por su trabajo. Tampoco me había vuelto a invitar a ningún sitio. Debía ser por el estado en el que me encontraba. Aun así, venía siempre que podía, algunas veces acompañado de Jennifer. La tarde en la que irrumpió en la penumbra de mi habitación, había algo de melancólico en él. Mi vista se había habituado a la falta de luz, pero él venía de la calle. Giró la cabeza hacia mí, y, supongo, que sólo vio el montículo de mantas que me sepultaban. Tropezó con una esquina de mi cama.

—¿Puedo encender la luz? —preguntó a modo de saludo.

—No —contesté. No quería ver nada.

Él caminó hasta la ventana y subió las persianas. Los rayos de sol pronto invadieron todo el espacio, iluminando la moqueta del suelo. Vi las glicinas del vecino, que trepaban por toda la fachada de su casa. Me parecieron tristes. James volvió a mirarme.

—¿Cómo estás hoy? —quiso saber.

—Podría estar mejor.

No estaba para rodeos. Era algo que había aprendido después de tantos meses de enfermedad. Me senté en el borde de mi cama sin quitarme las mantas. Se sentó a mi lado y yo me tensé en cuanto sentí su peso hundir el colchón. 

—¿Qué haces aquí? —inquirí.

Normalmente avisaba de antemano si iba a venir. Yo no recordaba que lo hubiese hecho en esa ocasión.

—Nada. Acabo de terminar mi turno en la cafetería y pensé en venir a verte —sonrió tranquilo, sin mostrar los dientes.

Sonaba a mentira. Le miré los pies. Calzaba unas deportivas viejas.

—Pero, ¿por qué?

No respondió. Se limitó a observar el orden que reinaba en mi cuarto. Se detuvo en el escritorio. Sobre la mesa, descansaban unos libros que Robert había dejado allí con cariño y cuidado. De hecho, era él el que había arreglado mi habitación. Lo hacía siempre, sobre todo cuando regresaba del hospital. Me volví hacia James. La herida de su nariz era un recuerdo lejano, lo que tenía ahora era un moratón que sobresalía de la manga de su camiseta blanca. Saqué un brazo de mi armadura de colchas para tocarlo. En cuanto mis dedos gélidos hicieron contacto con su piel, me miró alarmado. Pero tampoco dijo nada cuando aparté la tela nívea y me di cuenta de que tenía todo el hombro morado. Bajó la mirada y, con suavidad, cogió mi mano entre la suya y la apartó. Un sudor ardiente me cubrió la espalda.

—¿Cómo te has hecho eso?

Todavía no me había soltado. Seguía apretando mis dedos entre los suyos, transmitiéndome el calor que emanaba siempre. Se dio cuenta de ello y finalmente me dejó ir. Volví a esconderme entre las mantas.

—No ha sido nada. Me di un golpe en mi casa, con el marco de la puerta —echó el hombro hacia delante, simulando el impacto. Luego se rio, intentando distraerme.

No quise seguir preguntando. Estaba demasiado cansada. James lo comprendió y me rodeó con un brazo, dejando que me apoyase en él.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora