10. Campo de girasoles

7K 666 19
                                    

Lo más difícil de tener cáncer fue, sin duda, asumir que tenía cáncer y que nada volvería a ser igual. Aquello era nuevo para mí y para mi familia. Sentía que todo el mundo me miraba con lástima, incluso Jennifer, por eso preferí alejarme de ellos, al menos durante una temporada. Dejé de contestar al teléfono y mi tiempo en las zonas comunes se redujo tanto, que pasaba horas sola, comiéndome la cabeza, porque no había nadie para sacarme de mis pensamientos. Mientras, el curso escolar había terminado. Pensé que me suspenderían, pero la directora de mi instituto se ocupó de mi caso personalmente. Llamó a casa, deseándome que me recuperase pronto. De repente todos eran tan amables conmigo que me ponía enferma.

Durante mi primera sesión de quimioterapia, compartí habitación con una chica de mi edad, que no hacía más que dormir. La intimidad nos la otorgaba una cortinilla blanca que mi hematólogo corrió, cuando vino a explicarme el procedimiento. Me pusieron un catéter en el brazo, en una intervención improvisada en el mismo cuarto, ante la mirada horrorizada de mi padre, que aún no se había hecho a la idea de la situación. Desvió la vista, apretándome la mano libre para infundirme valor. Cuando se hubo disipado la humareda de enfermeros que se me habían echado encima, el hematólogo pudo por fin hablarme de la quimioterapia. Me dijo que me administrarían la medicación en seis ciclos que durarían cinco días. Entre ciclo y ciclo tendría dos semanas de descanso, para recuperarme del tratamiento. Es decir, si todo marchaba bien, estaría dando bandazos entre el hospital y mi casa durante los siguientes meses.

Y, sin mucha ceremonia, un enfermero conectó el extremo del catéter a una máquina que me suministraría el tratamiento. Di por inaugurada mi primera sesión de quimioterapia. No pude evitar preguntarme si mi compañera lo había oído todo. ¿En qué estaría pensando? Suponía que estaba en mi misma situación, o que había recorrido más camino que yo.

La primera hora fue la peor. Las manecillas del escuálido reloj que colgaba cerca del televisor apenas se movían. Pero no tuve ocasión de mirarlas. Nunca en mi vida me había sentido tan mal. Mary me había hablado sobre cómo podría sentarme el tratamiento, pero yo no había querido hacerle caso. No podía sentir dolor, ¿qué más podía provocar la quimioterapia? No me quedé a escucharla hablar sobre las náuseas que pronto me atacaron. Mi padre vino a hacerme compañía las primeras horas de tratamiento, sin saber qué hacer para aliviar mi malestar. Me habló de cómo actuaba la quimioterapia, creando una película alrededor de las células cancerígenas, para evitar que se multiplicasen.

—Lo malo es que hace lo mismo con las células sanas. Por eso la gente se pone tan enferma —terminó diciendo.

Yo no tenía ni idea de qué estaba contándome. El catéter comenzaba a molestarme, porque me impedía hacerme un ovillo, como quería en ese momento. Todo me agobiaba y creí que terminaría vomitando, pero no lo hice. Y creo que fue peor, porque no pude descargar el mareo. Volví la cabeza hacia la cortina, que me impedía ver a la otra paciente del cuarto. Mejor así, no quería que nadie me viese en ese estado. Mi padre me cogía la mano, la soltaba y volvía a cogerla. Estaba más nervioso que yo.

—Aún estás a tiempo de curarte —murmuró confiado. No le hice mucho caso. Había dicho que no tenía cáncer, pero allí estaba yo, recibiendo quimioterapia. 

Cerré los ojos. Sentía como si el corazón me fuera a salir del pecho. Estaba intranquila. Me imaginé en un campo de girasoles tan grande que no podía ver donde terminaba. Me vi encogida entre las flores. Ellas tan altas, yo tan insignificante. Cuando los volví a abrir, me encontré con mi padre, otra vez apretándome la mano. A pesar de que hacía demasiado calor, no me atreví a pedirle que me soltara. Estaba bien así. Él seguiría allí, por mucho que yo me perdiese en campos de girasoles gigantes.

Más tarde también vinieron mis hermanos. Mary ya se había pasado a verme en la pausa del almuerzo, pero no disponía de mucho tiempo. Siguiendo su consejo, me había llevado ropa ancha, que me resultó bastante cómoda a la hora de quitarme algunas capas por la temperatura. Robert había terminado de recoger su cuarto del campus, para dar por terminada su estancia allí, al menos por el verano, y Richard no había querido venir sin él. No se atrevieron a acercarse mucho, como si la bomba fuese a reventar si daban un paso más. Robert pronto perdió el miedo inicial y se quedó de pie, junto a mi padre. Luego mis hermanos salieron al pasillo, a fumarse un cigarro, y volví a quedarme sola con mi padre.

—¿Qué pasa si la quimioterapia no funciona? —pregunté. Era una de las cosas que más me asustaba.

—No te preocupes, funcionará.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora